“Vamos a México” era, todavía hace no tantos años, una frase con la que los coyoacanenses anunciaban que irían al centro de la ciudad para realizar algún trámite, comprar algún producto especializado o visitar a algún pariente avecinado ahí, pues, fuera de lo anterior, todo lo demás se encontraba en este pueblo de calles empedradas o adoquinadas y casas y monumentos que datan del siglo XVI. Si de dar la vuelta se trataba, los vecinos de Coyoacán mejor se quedaban en su pueblo donde, hasta la fecha, recorrer sus calles es realizar un paseo que nos remite desde el virreinato hasta nuestros días a través de lo que vemos y de lo que su pátina nos hace sentir.
Lugar de los coyotes dicen, por ahí, que significa Coyoacán, aunque seguramente es más acertado reconocer que este lugar no es de los coyotes, sino de sus dueños, los dioses prehispánicos. Ellos eran los únicos con la capacidad de poseer a este animal rapaz y de presa considerado uno de los suyos, un dios estrechamente relacionado con el instinto sexual y la danza que, además, cuentan los que dicen saber, podía ser Tezcatlipoca, a quien no sólo se le veía con un espejo humeante en la cabeza, pues en ocasiones se transformaba en coyote para presentarse delante de las personas y prevenirlas de algún futuro robo.
Cuando los españoles llegaron a Coyoacán se encontraron con un lugar en el que había unas seis mil casas. Se trataba de un pueblo grande, construido tanto en tierra como en agua con chinampas, y rodeado de árboles frutales. La importancia de esta población radicaba, en buena medida, en que parte del agua potable que se consumía diariamente en Tenochtitlan provenía de sus manantiales o pasaba por el cauce de los ríos que lo cruzaban, de los cuales uno sigue corriendo al aire libre, el Magdalena, último río vivo de la Ciudad de México, que aún pasa bajo un puente virreinal, el de Panzacola.
Hernán Cortés llegó a Coyoacán con la idea de que no sería descabellado encontrar entre sus habitantes una actitud afable hacia los españoles, ya que tenía conocimiento sobre la complicada relación que existía entre los coyoacanenses y Tenochtitlan, en la que los tributos al imperio mexica eran cada vez mayores, así como el descontento por pagarlos, además de un añejo rencor debido a que, hacía unos 30 años, el emperador Ahuítzotl asesinó a un Señor de Coyoacán por haberle dado un buen consejo sobre su política de riego; aquí el asunto es que el consejo no se dio en privado, sino en presencia de varios nobles y colaboradores del emperador, lo que provocó que Ahuítzotl se sintiera ridiculizado, algo totalmente inaceptable y que requería, sin duda, de una respuesta contundente para que nadie, nunca, se atreviera a ponerlo de nuevo en semejante situación.
Para demostrar que a un tlatoani no se le cuestionaban sus decisiones –y menos con razón–, Ahuítzotl ejecutó al notable coyoacanense quien, seguramente, lo que tuvo con ese consejo era simplemente la intención de ganarse un favor. La afrenta e injusticia contra el señor de Coyoacán no fue olvidada y sí aprovechada por Cortés, quien, hábilmente, convenció a los coyoacanenses de convertirse en sus aliados y logró que el suministro de agua que pasaba por su pueblo en dirección a Tenochtitlan fuera bloqueado. Además consiguió sumar cientos de guerreros coyoacanenses para que combatieran a su lado.
Una vez establecida la alianza entre Cortés y Coyoacán, se fundó en este lugar el ayuntamiento de los españoles, se preparó el asalto final a Tenochtitlan, y Cortés instaló su cuartel general para, una vez consumada la Conquista, ubicar ahí mismo su residencia –no en el Palacio del Ayuntamiento, donde comúnmente se cree, sino en una casa a un costado de la Plaza de la Conchita–, desde donde escribió varias de sus Cartas de Relación y en la que nació Martín Cortés, el hijo que tuvo con la Malinche.
Desde Cortés y con el paso de los años y de los siglos, Coyoacán ha sido lugar de residencia de importantes personajes en la historia de México. Pedro de Alvarado construyó ahí su casa, la misma que fue última morada de Octavio Paz y hoy alberga a la Fonoteca Nacional. Frida Kahlo y Diego Rivera se avecindaron en Coyoacán, al igual que el antropólogo escritor y periodista Fernando Benítez, en cuya casa se organizaban eternas tertulias intelectuales. También el Apóstol del Árbol, Miguel Ángel de Quevedo, fue vecino de este pueblo en el que levantó los viveros que donó a la nación y construyó Arboretum, su laboratorio botánico ubicado en la calle de Francisco Sosa, a media cuadra de la casa del cronista Salvador Novo, quien gozaba pasear por esas calles llenas de pátina en las que, si usted dedica con calma paseos a pie, podrá ser testigo de la manera en la que desde la Conquista el tiempo ha moldeado no sólo las construcciones, sino a quienes pasan junto a ellas en un viaje en el que la fecha no es lo único que cambia.