–Sonia, recuerdo que cuando te conocí en los años 60 hablabas mucho de tu papá, de lo mucho que te impulsó, y también recuerdo la simpatía de tu marido. Yo quisiera hablar de estos dos hombres en tu vida.
–Mira, hablando de mi papi no quiero ni debo excluir a mi mami, que fue mi guía, mi protectora y mi mánager.
–¿Cómo se llamaban?
–María Esther Amador de Amelio y Salvador Amelio García, mis papis. Mi marido es Luis de la Hidalga y Enríquez.
–¿Qué hicieron por ti?
–Todo. Aparte de darme la vida fueron mis guías. Siendo yo muy chamaca, una criatura de tres años y medio, me sentaba yo en su cama. A ellos les gustaba la música clásica, y cuando la escuchaba me ponía a llorar. Se fueron dando cuenta de que me emocionaba tanto que lloraba. Metieron a mi hermana mayor a clases de música y danza. Iba yo de acompañante, porque éramos pobres y no había con quién dejarme, pero me aficioné. El bisabuelo de mi padre fue italiano, por eso somos Amelio.
Pequeña y delgada, Sonia Amelio tiene una voluntad de hierro. Cuando taconea sobre el escenario de Bellas Artes seguro la escuchan hasta la Cochinchina. Los italianos rusos gritan de emoción al verla y embajadores de toda Europa Central se prosternan a sus pies calzados con zapatos de cuero rojo que nunca dejan de hacerse oír. Sus manos de concertista se levantan en el aire y tocan en un teclado invisible. El teatro se viene abajo y ella sonríe, siempre sonríe. ¿Cómo empezó este cuento de hadas?
–Llevaban a mi hermana mayor a clases de baile y de música, y a ella no le gustaba; en cambio, desde el primer momento en que entré, el maestro me dijo que me pusiera unos zapatitos y que me parara de puntas, y dijo: “Esa niña sí puede”. Lo mismo sucedió con el canto: “Esa niña sí canta”. Con el piano fue exactamente igual, así es que hice todo lo que mi hermana rechazaba a los cuatro años. Eso me pudo fastidiar las piernas, la columna, todo; afortunadamente, tengo una condición maravillosa. Toda mi infancia, toda mi adolescencia fue de clases, de piano con la maestra Soledad Acevedo, que vivía por General Prim; de baile con el maestro Enrique Belezzi, en República del Salvador e Isabel La Católica. Haz de cuenta que fue ayer, porque así empecé mi vida. Mi papi me puso de condición que si sacaba malas calificaciones no había premio, que era bailar y tocar. A los seis años di mi primer concierto en Bellas Artes. No sólo me aprobaron, sino que hablaron maravillas; entonces, entré a Bellas Artes. Luis Sandi dijo: “Esto es extraordinario”, y di mi primer concierto como solista a los seis años en la sala principal de Bellas Artes. Toque 14 piezas de memoria, mi primer concierto como pianista.
“Seis meses después, en el Teatro Esperanza Iris, ahora Teatro de la Ciudad, mi primer concierto con este maestro de danza, donde hice mi concierto con orquesta, algo verdaderamente inusitado; y en ese momento se inició mi carrera. Toqué Bach, Chopin, Solfeaggietto de Bach, música de Rameau, Pouldini… Estrené a Jachaturián, Los cuentos de Iván, piezas pequeñas… Las mariposas de Grieg, 14 piezas.
–¿En el baile también destacaste de esa forma fulminante?
–Igual, igual. Bailé de puntas, bailé con tacón, bailé moderno. El Claro de Luna, de Debussy, y atravesaba todo el escenario en una punta y el público se venía abajo, algo realmente increíble para los espectadores. A partir de ahí ya no dejé mis dos amores: el piano y la danza. Practiqué en el piano de mi abuelita de la seis a las siete de la mañana.
–¡Ay Dios mío! ¿Tu piano era un Steinway?
–No, qué barbaridad, era una pianola prestada. Mi abuelita fue una estupenda pianista: Decía: “Si quieres estudiar, solamente de seis a siete de la mañana”. Muy pronto supe lo que es la disciplina. A las seis ya estaba frente al piano, desayunaba y me iba a la escuela; ahí se dieron cuenta de que tenía facultades; en la primaria gané la Medalla Hidalgo por sacar 10 en toda la primaria. Hice la secundaria y a la vez la carrera de concertista en el Conservatorio. Llevé las dos cosas de manera simultánea. Como no había dinero pedía beca de comida, beca de cubículo en el Conservatorio y terminé la carrera de concertista y la secundaria.
–¡Dios mío, Sonia, eres un genio! ¡Así transcurrió toda tu vida?
–Ay, mi amor, no me atrevo a decir eso, pero todos saben que salí de lo común, porque me esforcé desde niña. Nunca conocí el recreo, nunca dejé de hacer una tarea, quería saber de todo, del baile, del piano y de la escuela. Al inicio mis tres hermanas formaron parte de mi ballet de cámara, pero lo dejaron.
–Tener tu disciplina es imposible.
–Ellas lo querían todo fácil, Elenita, mientras yo entendí que en la vida no hay nada gratis, que todo es esfuerzo, disciplina, entrega, pasión, pero, fundamentalmente, disciplina. De entonces, fíjate en lo que te digo, hasta ahora, trabajo seis u ocho horas diarias, se dice fácil, pero hasta la fecha no puedo dejar de trabajar.
–Te vas a morir en un escenario…
–Me metí en un lío grande al haber creado una nueva forma de arte, como se dice en Europa, en la música y la danza clásica. Conjunté ser concertista de piano, ser directora de orquesta, ser coreógrafa, ser, por supuesto, primera ballerina, y ser maestra. Entendí en mi adolescencia que una bailarina que no es actriz no está completa, por eso estudié actuación con José Luis Ibáñez y con Dimitri Tzarra, y cine con Emilio Fernández, ese señor grandote, impresionante que me escogió en los Estudios Churubusco: “Esa niña, esa morenita va a ser estrella en mi próxima película”. Yo me quedé patidifusa pero mi papi se negó. La única vez en mi vida que mi papi dijo “no” a algo: “Ni de chiste; tú no tienes porqué entrar al cine, tú tienes otra forma de vida, tú eres una arista”. Lloré, rogué hasta que harté a mi papá: “Bueno, está bien, con una condición, que te quites el apellido”. Elenita, me sentí como araña fumigada, lloré de sentimiento y le dije: “Mira, papi, nací Amelio y nunca te vas a avergonzar de que una hija lleve tu apellido, yo te juro que vas a sentirte orgulloso”. Me metí en un lío, porque sufrí mucho en esa primera película, pero cuando terminó, no sabes, al año siguiente me dieron La Diosa de Plata como la revelación femenina, y al año siguiente el premio como mejor actriz en el Festival Internacional de Moscú, en el de Azerbaiyán y en el de Pulacayo. Hice 14 películas con Toshiro Mifune en Japón, con Sam Peckimpah en Estados Unidos, con Alejandro Jodorowsky, quien me escribió un Drama pop con 100 representaciones en el teatro Xola. Gracias a mi trabajo pude comprar mi terrenito con mi casa y mi estudio. Mi éxito como actriz es una cosa increíble, porque en poco tiempo trabajé con los mejores directores y alterné con grandes actores y actrices. Fue una etapa maravillosa que me dejó una gran enseñanza y una gran experiencia.
“No quiero terminar sin hablar de Luis de la Hidalga, quien fue mi marido. Era director en jefe de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, con rango de embajador; conocía el mundo entero y en un concierto en la cancillería, obviamente un gran éxito, nos conocimos y nos enamoramos, y él me envió a todos los países del mundo, a los escenarios más afamados. Hice todas las giras posibles. Su cultura era increíble, su sabiduría fantástica y una experiencia de la vida que me engrandeció, porque por él fui a toda Europa a bailar, a Rusia, a Polonia, a París, a Londres, a Nueva York, a Pekín, e inicié una vida fascinante que continúa hasta la fecha. En todas las grandes capitales del mundo me prorrogaban mis funciones de cuatro a 55. Dos seres marcaron mi vida. Una, Luis de la Hidalga, y otra el gran Aram Jachaturián. Dos cosas marcaron mi vida, que se me dieran la Medalla Pushkin, máxima condecoración que da Rusia a un artista extranjero, y que Luis de la Hidalga me haya escogido para estar en Moscú en 18 ocasiones a petición del público. También agradezco haber bailado en todos los países: Bulgaria, Rumania, Grecia, Turquía, Egipto, India, Australia, Nueva Zelanda… Aparezco en el escenario y me cae una ovación que sigue marcando mi vida. Bendito Dios, he recibido más de 430 premios en los cinco continentes.”