Casi desisto de exponer mis reflexiones para calmar el desconcierto que me han causado desde siempre las engrapadoras y las grapas, cuando el 15 de diciembre recibí un paquete grande y pesado que mi amiga Liz me hizo llegar. Aunque sabía de qué se trataba, antes de abrir el envoltorio lo examiné, una caja de cartón usada varias veces y, dada la fragilidad del contenido, con insistentes indicaciones para su manejo anotadas diagonalmente con lápiz rojo grueso y, además, con etiquetas sobrepuestas que registraban, más que a los destinatarios, los destinos anteriores del atado. Sonriente, por fin desprendí las tiras de cinta adhesiva que la sujetaban y, a pesar de que, repito, no me enfrentaba a ninguna sorpresa, no pude evitar sorprenderme, emocionada, al tener frente a mí la caja de vidrio con estructura de latón que finalmente contemplaba. Del nudo central del lazo que la rodeaba, pendía un mensaje de Liz, escrito a mano en letra de molde con bolígrafo de tinta negra, en el que, aparte de desearme “Con mucho cariño ¡¡Feliz Navidad y Año Nuevo!!”, dice: “Espero que a tu engrapadora le guste su nuevo hogar”, la palabra “hogar” seguida de un corazón dibujado sin pretensiones, y firmado “Liz Payno”, con los caracteres repasados para hacer resaltar el nombre.
Admito que, antes de entender y reaccionar, necesité leer un par de veces el recado. Necesitaba cerciorarme de que a lo que se refería Liz era a determinada engrapadora. Es tan cierto que llevo tiempo con deseos de reflexionar alrededor de las engrapadoras y las grapas (porque todas llegan a trabarse de forma permanente y porque el tamaño de las tiras de grapas es tal que, al irlas usando, siempre se desperdician algunos tramos, ya que no hay engrapadora cuyo cupo se ajuste de modo perfecto al carril de la engrapadora en cuestión ni engrapadora que funcione con restos de grapas demasiado reducidos), que mi primera conclusión fue de un desconcierto todavía mayor al que de por sí me causan las engrapadoras y las grapas, pues era imposible explicarme, con el arma de la razón, que Liz hubiera estado al tanto del estado emocional por el que yo atravieso al pensar en las engrapadoras y las grapas, así como de mis persistentes intenciones de exponer mi situación con tal de que las engrapadoras y las grapas dejen de alterarme, por más que asimismo agradezca el ingenio de su creador.
De modo que, descartada la posibilidad de que Liz hubiera captado mis añosas lucubraciones ensimismadas y silenciosas acerca de las engrapadoras y las grapas, salvo porque lo hubiera hecho mediante la telepatía o cualquier otra manera ajena al camino de la razón, me dispuse a hacer memoria de alguna plática que hubiera llegado a tener con Liz alrededor tanto de la caja de vidrio con estructura de latón, que yo le podía haber contado que quería, precisamente para conservar en ella objetos que despertaran en mí recuerdos especialmente significativos, caja que, durante aquella plática, recuerdo que ella ofreció mandarme hacer, pues vivía cerca del mercado de artesanías, al lado de la Biblioteca Nacional, y conocía a un artesano que las realizaba al gusto y la medida del cliente; plática en la que entonces sin duda le habré comentado que entre otros objetos, en ella conservaría mi engrapadora azul, de la que, aun inservible desde hacía por lo menos una cuarentena de años, no podía deshacerme.
Al inaugurarme como secretaria bilingüe, en 1965 me la habían entregado sobre el escritorio en el primer empleo que tuve, cuando fui inscrita en Hacienda como mecanógrafa de primera, lo que convierte la engrapadora azul en un símbolo tan representativo para mí que, al dejar el empleo, me fue imposible devolverla. Así, me tranquilizó saber que haberle contado a Liz mi recuerdo de la engrapadora azul hubiera justificado su mensaje, en el sentido de que esperaba que la caja de vidrio con estructura de latón fuera el nuevo hogar de mi engrapadora.
Lo es, querida Liz. ¡Gracias!