La antropología del “sistema político mexicano” está todavía por escribirse. En parte, se debe a que los antropólogos nos hemos dejado encerrar en una periodización que es algo engañosa. Solemos imaginar a la política mexicana dividida en épocas tales como La República Restaurada, El Porfiriato, LaRevolución, La Post-Revolución, La Era Neoliberal o aun La Cuarta Transformación, para luego imaginar a cada una de ellas como si se tratara de un intento discreto de implementar “un sistema político” con sus nuevas reglas. Este acercamiento es perfectamente razonable, en tanto que cada una de esas épocas tuvo sus propias leyes, instituciones, y alianzas. Pero ¿qué pasaría si tratáramos de hacer una antropología que imaginara a cada uno de esos momentos como un episodio de un mismo juego político?
Una antropología alternativa del “sistema político mexicano” así, partiría de la hipótesis de que ha existido algo así como una lógica de la representación duradera en la política republicana de México. ¿Existe algo así? Consideremos un posible ejemplo: la relación entre el Presidente y la formación de un partido hegemónico.
Durante el llamado Porfiriato (1876-1911), pero sobre todo en las décadas de 1890 y 1900, hubo una tensión cupular entre quienes pugnaban por la formación de un partido hegemónico (liberal) y los que se conformaban con una dictadura personalista, sin solución institucional de continuidad clara. Esta tirantez –que fue explorada hace años por Carmen Sáez Pueyo–, se manifestó en las posiciones encontradas de Justo Sierra, ideólogo de la llamada Unión Liberal (y del grupo que luego sería conocido como de Los Científicos) y las del propio Porfirio Díaz.
Así, Sierra y muchos de los positivistas que Charles Hale llamó “liberales de la segunda generación”, pensaba que las libertades civiles y políticas que anhelaban todos los liberales debían ser pospuestas hasta que México alcanzara el nivel de progreso material que era la precondición necesaria para cualquier democracia. Para tener ciudadanos que ejercieran sus derechos, el país necesitaba antes trenes, escuelas públicas, instituciones de justicia modernas, etcétera. Ese progreso –llamado por Sierra “evolución”– se estaba consiguiendo a través de una dictadura liberal ilustrada, la de Porfirio Díaz, pero aún así había que sentar las bases institucionales para transitar hacia la “normalidad” democrática. Y ese fue el desacuerdo entre Justo Sierra y Porfirio Díaz, porque Sierra opinaba que había que formar eso que hoy llamaríamos un partido hegemónico, es decir, un Partido Liberal único, que fuese capaz de garantizar la trascendencia del progreso porfiriano, mientras el Presidente Díaz estaba muy satisfecho de ser “el hombre indispensable”, y de seguir siendo visto como el único dique confiable entre “el progreso” y “la barbarie”.
La clase política veía a Díaz como “el hombre indispensable” porque cualquier sucesor o sustituto que se le pudiera poner enfrente provocaría una fisura irreparable entre las facciones, y México volvería a ser eso que todos querían prevenir a toda costa: el país de las revoluciones. Aun así, al ser un simple presidente (y no un monarca), Díaz no podía garantizar una sucesión pacífica, y por eso la formación de un partido político parecía ser un mecanismo indispensable para organizar una eventual sucesión continuista. A falta de una familia real, se necesitaba un partido político único.
Esta contradicción entre presidente y partido es, me parece, uno de los rasgos interesantes para una antropología política del sistema político mexicano, porque ha sido una contraposición duradera que se ha reproducido con alguna recurrencia y que sigue siendo relevante. Valdría la pena describir y pensar la tensión entre el repertorio de imágenes de soberanía popular asociadas a la figura presidencial y las de la soberanía como una modalidad institucional, capaz de someter o “disciplinar” al caudillo.
Como México es una república, la forma institucional que garantiza la trascendencia de un soberano no puede ser la monarquía, sino que se vuelca naturalmente al partido político. Sólo que aquí, los partidos usualmente son vistos como hechura de una clase política opaca, obstinada e internamente fragmentada por sus propios intereses. Los partidos son vistos como el hábitat natural de eso que en el PRD llamaban tribus. Por eso los grandes caudillos como Juárez, Díaz, Madero u Obregón aparecían como agentes externos a la maquinaria política: se pintaban como héroes que tenían su propia línea de identificación con “el pueblo” y que eran, por eso, capaces de poner límites a los intereses de la clase política, imaginados siempre como corruptos.
Los presidentes, por su parte, eran reconocidos por la clase política como actores potencialmente peligrosos, justamente por su independencia, y necesitados de ser domesticados y circundados siempre por mediadores. Idealmente, había que encerrar a los presidentes en Palacio. Para evitar esta clase de control, los presidentes buscan construirse como si fueran soberanos, es decir, personajes que tienen un poder independiente, de una raíz “externa” al aparato de Estado, del que usualmente provienen.
El hecho de que esta tensión entre Presidente y partido siga vigente, es un dato interesante, que todavía no sabemos explicar cabalmente.