Una niña corre al encuentro con el río, y mientras lo hace, feliz siente el aire en el rostro y la tierra fresca que avisa, con su húmedo tacto, que el Orinoco la espera. Pequeña, de ojos vivaces, fuerza en las pisadas, Ana Veydó, levanta los brazos y canta al cielo. Es una niña que no imagina lo que un día podrá hacer con esa garganta, de donde nacen cantos de pájaros, y el rumor de las nubes, la fuerza y espíritu de sus antepasados, recorriendo las llanuras –en una zona geográfica en la que no existen las fronteras, pues el intercambio cultural trasciende ese concepto impuesto– dejando una estela de raíces autóctonas, mestizas. Un día será la cantante de Cimarrón, grupo en el que con la complicidad y visión de Carlos Cuco Rojas, revolucionará, dicen los expertos, el joropo, música bravía de esa región colombo-venezolana.
El legado está intacto
Tras la partida de este plano de Cuco Rojas, en enero de 2020, cuya pérdida hubiera supuesto un cataclismo, lejos de haber quedado en la orfandad, el grupo vive un nuevo impulso, habida cuenta los planes de gira, proyecto discográfico alistándose, su material en redes sociales, plataformas digitales, en las que suman cada vez más visitas y visualizaciones, y sobre todo una certeza: “El legado de Carlos Rojas está intacto, a buen resguardo, porque lo conozco, y he estado acá desde hace más de 20 años. Tengo su fuerza”, asegura Ana en entrevista desde su natal Colombia.
Este año ha sido muy difícil, por el deceso de su compañero y debido a la pandemia; por ello, mientras eso sucede sus integrantes han retornado a sus lugares de origen, algo vital, pues de allí abreva su alma llanera, de la faena en el campo, la selva, los sabores, los aires, el agua, la gente, su gente.
“Casi todos somos de la región, unos trabajan en el campo, viven en la selva”. Todo ello, define, “impregna nuestra música. Nunca nos hemos alejado de la raíz profunda. Eso nos consolida; estamos muy enraizados, agarrados de la raíz para poder comunicar”.
Buscando nuevas latitudes en donde mostrarse, como si le hiciera falta a un grupo que ya dio a conocer a escala global la música, cultura, de los llanos del Orinoco.
“Siempre tenemos un pie en la raíz y otro en el horizonte”, señala convencida Ana Veydó.
Cimarrón es la primera y única banda de esa música tradicional colombiana que ha sido nominada a los premios Grammy Anglo en la categoría de Mejor Álbum de Música Tradicional del Mundo (2005).
Se han presentado en 38 países de los cinco continentes; en los principales festivales de músicas del mundo como el Mawazine Festival de Marruecos, Rainforest World Music Festival de Malasia, Paléo Festival de Suiza, Rajasthan International Folk Music Festival, Abu Dhabi Culture & Heritage Festival, Førde International Folk Music Festival, Flamenco Biennale Nederland, Newport Folk Festival, San Francisco International Arts Festival, y en las más importantes salas culturales del globo como Musashino Concert Hall de Japón y el Gran Teatro Nacional de Pekín, China, entre otros.
Al respecto una Ana, de hablar firme, serena, que responde como canta, clara y recia, ratifica que respirar aromas de la llanura colombiana mantiene sus componentes tradicionales intactos. “Los hemos conservado, gracias a que nos nutrimos de nuestra región”.
Enseguida recuerda que el objetivo de Cimarrón siempre ha sido visibilizar la cultura de los pueblos originarios de la región del Orinoco. “La raza a través de lo sonoro. Las percusiones y la africanidad de la música, así como el componente indígena”; sin olvidar el origen europeo, colonial.
Dar a conocer la calidad internacionalmente el joropo, esa es otra de sus metas, con su esplendor, rico en matices gracias a las innovaciones que logran ellos, con el diálogo de instrumentos tradicionales y nuevos, con líricas-pinturas o líricas-espejo, si notamos que transmiten ese espíritu de la tierra en cada verso, estribillo.
La energía fluye por medio de su dotación en el escenario la cual incluye cuatro, arpa, tiple y bandola maracas, cajón afroperuano, surdo brasilero, tambora afrocolombiana, y el zapateo como un componente de percusión, así como una antigua ocarina indígena del Orinoco nunca antes vista fuera de Latinoamérica (cacho e’ venao Sikuani).
Eso, asevera, permite a los instrumentistas desarrollar su potencial, y a ella improvisar; amén de que la presencia de los zapateadores, cierra su impronta. “El zapateador, solo, como una forma percutiva, ya es un espectáculo por sí solo”.
El cajón, otra de sus innovaciones, lo introducen para sostener y ayudar al desarrollo del joropo.
En ese contexto, agrega, ellos han sabido mantenerse firmes a lo largo del tiempo para no cejar en esos ideas musicales, y claro que como todo proyecto de ideas firmes, que se defiende solo, han logrado su independencia.
El joropo nace del alma
“Queremos que en Cimarrón se sienta el valor estético”. Y eso lo consiguen con ideas muy claras, no de fusionar, pero sí de “auscultar en la riqueza” de la cultura que conocen tan bien, “evidenciándola” con trabajo, esfuerzo, e independencia. “No hay músico más aterrizado que el independiente”.
Pero cómo lo consiguen, salta la pregunta, y ella, sin dilación, explica que “no nos decimos mentiras a nosotros mismos. Sentimos orgullo de lo que hacemos. Hemos rechazado propuestas para no traicionarnos”.
Y es que “la música no debe ser sometida. Nosotros somos cimarrones, esos rebeldes, salvajes, que no se dejan domesticar, eso somos. No hemos hecho concesiones, y sí hemos sido consecuentes con lo que somos”.
Y un día, una niña de mirada vivaz corre al encuentro con el río Orinoco, y canta, feliz en las llanuras de su Colombia, sin líneas fronterizas que separan a Venezuela y a su país; sin saber que años después, de la mano de Cimarrón hará que de su garganta nazcan trinos provenientes de múltiples plumajes que coquetean con cantos tan profundos como el cante jondo, el blues. “El joropo nace del alma, se canta del alma. Canto desde los cuatro años de edad, en el campo” dice y sonríe a la cámara, con el orgullo intacto, hasta el fin de la charla.