Para ir más allá de la demoledora disrupción económica de la pandemia, deben plantearse metas duraderas de redistribución de ingreso y riqueza y, en esa medida, abatir la ancha y honda brecha social que nos cruza y separa. Como en toda economía de mercado, se precisa crecer y aumentar sostenidamente el empleo productivo y bien remunerado, así como crear capacidades de producción y gestión de bienes públicos, directamente vinculados con la protección social y la rehabilitación del hábitat. Al no contar el país con espacio fiscal, toca al Estado y al sistema político en su conjunto convocar a la sociedad a crearlo mediante una reforma fiscal que sea recaudatoria y redistributiva a la vez. Sólo así tendrá sustento un aumento del gasto público destinado a crear las condiciones necesarias para retomar el proceso de formación de capital y crecimiento y, simultáneamente, rehabilitar y ampliar sustancialmente las plataformas estatales y públicas para la protección y el mejoramiento social.
No se trata de una miscelánea fiscal más, sino de una cirugía mayor en la economía y las relaciones sociales primordiales. De aquí la importancia estratégica de que los empresarios participen en el impulso de una reforma hacendaria.
Desde ya es posible empezar a caminar en esta dirección. El Congreso debe volverse foro permanente de deliberaciones sobre la reforma hacendaria y el programa nacional de inversiones, en tanto que el sector público, junto con las universidades, convertirse en permanentes “canteras” formadoras y capacitadoras de formuladores de proyectos de inversión, gestores, administradores y operadores en general de los servicios públicos, empezando por los que corresponden al sistema público de salud.
Hay que enfatizar en la urgencia de asumir como tarea prioritaria, central y consensuada, la construcción de una economía organizada por propósitos públicos, donde puedan inscribirse dos grandes ejes: una economía mixta articulada por un programa nacional de inversiones y un Estado social, de derecho y derechos universales, sostenido en una finanza pública robusta, dinámica, flexible y transparente.
Frente al decaimiento social precipitado por el desempleo o la quiebra empresarial, hay que reinventar coherentemente horizontes y panoramas. Si en verdad se busca una transformación, su eje debería ser el compromiso político claro y expreso de construir un Estado de bienestar.
De ser éste el camino, es indispensable crecer para generar empleos; lo contrario implica vérselas con escenarios desolados, como “la otra tragedia” humana generada por la muerte prematura de miles de pequeñas y medianas empresas, descritos recientemente por el Inegi.
Sin crecimiento no hay desarrollo. Sin crecimiento de la producción y del empleo no hay bienestar. El desarrollo se vuelve esquivo y, como nos ha ocurrido en los últimos cuarenta años, se extravía.
No hay mejor vacuna para un cuerpo social contrahecho y débil y una economía enferma, que poner en marcha una estrategia de desarrollo industrial que contribuya a la recuperación rápida de las empresas, el empleo, la inversión y el crecimiento, con particular atención a las empresas pequeñas y medianas. Es contraproducente seguir manteniendo, con cargo a la contención del crecimiento y del colapso productivo, unos equilibrios macroeconómicos que resultan verdaderos fardos; cierto que ampliar el gasto público supone incrementar el déficit público, pero aquí hablamos de razones de estricta justicia social vinculadas con el impera-tivo de paliar las penurias de millones de familias.
Para salir de la dinámica negativa, México tendrá que seguir un camino difícil. Las implicaciones del declive económico sobre la abigarrada trama de las relaciones sociales y su posible extensión al sistema político no necesitan exagerarse. Con todo, estamos obligados a realizar la mayor cantidad de ejercicios deliberativos para otear salidas viables, para sobreponerse del momento recesivo y aventurarse a un nuevo curso de desarrollo.
Si la apuesta es por construir un México plural, incluyente, social y solidario, hacernos ciertas preguntas no sobra: ¿Hasta dónde debe llegar la empresa privada en el quehacer público vinculado con la cuestión social? ¿Tiene el empresario un papel distintivo en la “cosa pública”, en especial en aquella que tiene que ver con la subsistencia y la reproducción social?
Se trata de cuestiones que han sido soslayadas, sin definir del todo los límites entre poder económico y poder político. Pero las cosas del querer y del poder, diría algún poeta, apuntan en otra dirección. No por un súbito cambio de talante, sino porque el mundo, globalizado como presumía serlo, parece haber cambiado de rumbo y ritmo.
No hay economía sin sociedad, pero no hay sociedad sin cultura y política. Nada de esto es posible, menos durable, sin un sentido profundo de solidaridad social que hunde sus raíces en la interdependencia humana.