En México, como en el resto del mundo, 70 por ciento del agua dulce usada cada año se destina al sector agropecuario, que representa 86 por ciento de esa huella del país –es decir, de la apropiación del agua para las actividades humanas–. Por el contrario, el consumo doméstico representa apenas 5 por ciento de la huella hídrica, una cifra que choca con la realidad de que 12 millones de mexicanos no tienen acceso al agua potable.
Lo anterior resulta así porque la producción de alimentos requiere ingentes volúmenes del líquido, de los que el consumidor final no suele ser consciente: producir una sola papa requiere 25 litros; una manzana, 70 litros; un vaso de jugo de naranja, 170 litros; un kilogramo de carne de res, 15 mil litros. El problema radica en que toda esa agua no regresa a la población en forma de alimentos frescos, saludables y de calidad pues, al ser un importante exportador agrícola, México lo es también de agua. Como el líquido se concesiona a las empresas sin ninguna relación entre la cantidad que extraen y la tarifa que pagan, expertos como el investigador Alonso Aguilar, del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM, consideran que se está subsidiando el agua a otros países, que importan desde el campo mexicano los alimentos que requieren sin pagar por el agua contenida en ellos.
Se trata de una cadena problemática: un puñado de grandes empresas agrícolas, buena parte de ellas extranjeras, obtienen permisos de uso del agua; privan así de este recurso a las comunidades y a los pequeños campesinos; sacan del país las frutas, verduras, hortalizas y otros productos obtenidos gracias a esa agua; acumulan enormes beneficios económicos por estas transacciones y dejan poco o nada al país. Para colmo, este proceso suele venir acompañado de las más nefastas prácticas de explotación laboral, como ilustra la larga lucha de los jornaleros del valle de San Quintín, en Baja California: pese a que con su trabajo producen algunos de los bienes agrícolas mejor cotizados en el mercado internacional, estos obreros del campo cubren jornadas que en ocasiones exceden las 12 horas diarias; no tienen un salario fijo ni se les otorga prestaciones de ley; habitan en galerones sin servicios sanitarios adecuados por los que, además, deben pagar de su propio bolsillo; e incluso tienen que sufragar la cuota de los “enganchadores”, intermediarios que cobran por colocarlos en las plantaciones. Para las mujeres, a todas esas vejaciones se suma el hostigamiento sexual.
En este escenario, hace una semana se puso en marcha un “experimento” de grandes repercusiones. Por primera vez en la historia, el precio del agua será cotizado en la Bolsa de Valores de Wall Street. Por ahora, la colocación de acciones de futuros únicamente afecta al líquido del estado de California, pero el inicio de la bursatilización supone normalizar el tratamiento mercantil de un derecho humano, como ya se hizo con la salud, la educación, la alimentación, la cultura y todos aquellos derechos en que el capital ha encontrado o creado espacios de rentabilidad. Aunque sus promotores lo presentan como una vía idónea para racionalizar el consumo de un bien cada día más escaso, los peligros están a la vista: en tanto la escasez determinará la rentabilidad de quienes posean intereses en el negocio, se genera un incentivo perverso para crear una escasez artificial mediante el acaparamiento, la contaminación y el despilfarro de los cuerpos hídricos existentes.
En suma, es urgente avanzar hacia un marco legal que garantice el acceso al agua como derecho humano para todas las personas, se articule con la consecución de la soberanía alimentaria nacional, imponga las más estrictas regulaciones a las industrias que amenazan la calidad y la disponibilidad del líquido (en primer lugar, la minería), y establezca tarifas suficientes para quienes lucran con él. Es evidente que para sacar adelante semejante legislación, se requiere una toma de conciencia simultánea acerca de la escasez del agua y de los peligros de mercantilizarla.