Un querido amigo me decía hace unos días: lo primero que se debe resolver en el país es el hambre… El hambre invisible para 40 por ciento de la población, desde la que come al menos chatarra hasta los que nos alimentamos de manera más o menos saludable. Un hambre que nunca se sacia porque ha acumulado la insatisfacción y el deseo de años, de esas que han derrocado los cetros más duros o han sido vencidas por la muerte antes de saciarse. Un hambre que fuera virtuosa cuando hizo descubrir a los humanos, entre el caos aparente de la naturaleza, lo comestible sustentable, agradable a los sentidos y benéfico para el cuerpo; muy distinta del hambre siniestra que resulta cuando unos privan a otros no sólo de alimentos para el cuerpo, sino que cercenan lo humano a que cada quien tiene derecho en nuestra especie.
La Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) personifica en sus funcionarios y representa a escala internacional las soluciones para el hambre en el mundo, pero con obvia perspectiva eurocentrista colonial, pues envía a sus expertos a inocular seudo soluciones en funcionarios acomplejados y hasta en científicos locales. Ya conoce el apreciable lector la catástrofe alimentaria mundial que comenzó con la llamada revolución verde de Norman Borlaug, cuyas consecuencias nos han llevado hasta los unánimemente cuestionados OGN (organismos genéticamente modificados) junto con el modelo agrícola de monocultivos cuyas premisas productivistas de superficie de siembra/tonelaje de cosecha, resulta ser un cálculo tramposo, pues excluye de entrada la consideración de la masa alimentaria constituida por todas las yerbas comestibles y medicinales y la pequeña fauna que suelen convivir en los sembradíos y complementar la dieta de los campesinos.
El Programa Estratégico de Seguridad Alimentaria (PESA), concebido por la FAO y la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural antes del presente gobierno, llevó yuntas para la siembra en comunidades de Guerrero; con la nueva técnica disminuyeron los espacios entre los surcos, pero también introdujeron el sulfato de amonio para fertilizar y un líquido para desyerbar. Si desde la primera cosecha los campesinos vieron morir los germinados de frijol y calabaza, les compensó recoger más mazorcas por terreno que antes, hasta que… vieron cómo varias plagas atacaban el maíz. Cuentan que un día, un profesor de edad llegó e introdujo avispas para combatir la gallina ciega, preparó abono orgánico con levadura, diseñó sistemas ahorradores de riego, enseñó a criar lombrices rojas y reintrodujo la coa para hacer los huecos que desde hace al menos ocho mil años reciben las cinco semillas (tres de maíz, dos de frijol y una de calabaza). La felicidad volvió a las 50 familias que pudieron inscribirse en el PESA, pero quedaron fuera otras 100 y, antes de que el profesor les enseñara, sin mediar remuneración alguna, los secretos de la milpa, alguien se lo llevó de la región y sus sucesores no saben o no quieren dejar de ser burócratas del campo.
¿Acaso el profesor, héroe anónimo en la lucha contra el hambre, afectó intereses de los productores de fertilizantes y del mecanismo del Tlcan? No sabemos, pero la región quedó de nuevo huérfana y el gobierno de la 4T aún no quiere descolonizarse ideológicamente. La prioridad es el hambre y requiere soluciones inteligentes, no tecnológicas ni burocráticas, saberes de los que se están acabando y la generosidad heroica de transmitirlos.