Sin más remedio, la pandemia nos ha puesto a pensar a todos en si somos o no esenciales, en que, a pesar de que la esperanza de vida es octagenaria, los 60 años no están exentos de peligros, en que la ciencia está tan aislada de la sociedad que ya no entendemos lo que no sean reglas de tres, que la salud no debiera ser una mercancía, que la nueva nostalgia es apenas por la normalidad de la Navidad pasada. Sobre todo, nos ha puesto a contemplar la vida y su sentido. Ante la aceptación, así, en general, de nuestra propia mortalidad, nos negamos a cederle nuestra singularidad. Somos tan vulnerables como los demás, pero excepcionales para nosotros mismos, así, en solitario, y acaso para nuestros cercanos. Si tomamos la epidemia como una bifurcación de caminos, pensamos en lo que teníamos más anhelado que planeado y dejamos de hacer, es decir, en la ruta no tomada. Puede haber frustración, aunque quizás también aceptación, pero lo que tramábamos hacer ya no existe más; su desenlace quedó en el camino no andado. Nos hemos concentrado en las pequeñas cosas; sin poder hacer proyectos, ha cobrado significado lo doméstico que siempre damos por hecho, que hacíamos en automático, pensando en el día de mañana. La otra cara del terror al contagio ha sido un encierro en el que conviven la evasión, desesperación o ira, y la contemplación. Son los ejercicios de la soledad.
El distanciamiento no ha sido social, sino sólo corporal. Seguimos pendientes de los demás, sobre todo, de los que no han tomado esto como una división de los caminos, sino como una escalera para subir, aprovechando la situación. Sabemos quiénes son los reprobados de la pandemia nuestra: los propagadores de noticias falsas, los gobernadores que solucionarían todo en ocho semanas, los negacionistas, los que creen que cuidarse es una muestra de debilidad. Entre ellos se ubica la segunda ola de contagios. No fueron, desde luego, los que jamás pudieron resguardarse porque vivían al día, sino los que, desde el privilegio de poder encerrarse, detentan una peculiar noción de la libertad como desparpajo. Hasta ellos no llegó uno de los mensajes más profundos de la pandemia: cuidarse es cuidar a otros, no sólo a los cercanos, sino a los más lejanos, cuyos nombres no conocemos, en Vietnam, San Marino, Argentina. No salir es preocuparse por uno igual de mortal y de singular en otra parte del planeta. Un anónimo. Esa idea ha desplegado para muchos una conciencia que no es el viejo internacionalismo de las luchas sin fronteras ni tampoco el cosmopolitismo como imitación amaestrada de Europa, menos lo “global” como angustia por no estar actualizado. Es una capa nueva de la conciencia planetaria: mis decisiones individuales afectan a los que no conozco pero que son igual de vulnerables. Nos pone delante un camino no transitado. Que incluye no repetir el síndrome del Titanic: los únicos en salvarse son los que puedan pagarse sus vacunas.
Pero de lado, de la vida como escalera, se ha desplegado una especie de fuga donde no protegerse es cuestión de valentía, autonomía, decisión personal. Como los empresarios que convocan al arrojo a sus empleados para no cerrar sus tiendas y negarles las faltas por enfermedad, los demás se han sometido a un imperativo de calcular su placer personal, momentáneo, por encima de la felicidad de sus vecinos planetarios. Sus fiestas surfean en lo alto de la segunda ola de contagios. Distingo entre los que han confundido placer y felicidad de los que, simplemente, creen que su opinión sobre el contagio afecta la existencia del virus mismo. Estos últimos han confundido la realidad de la situación de contagios y muertes con su interpretación o, en casos extremos, con su voluntad. A tal grado se ha expandido el absurdo de que no existe la verdad sino sólo las opiniones, que existe una franja de la población mundial para quien no creer en el virus le quita a éste su existencia. Lo han hecho con el cambio climático o con el racismo y el patriarcado. En otros momentos igualmente patéticos, con la libertad de expresión. A sus ojos, el virus es relevante sólo porque se decretó la pandemia, en lugar de que, como dice la evidencia médica, la pandemia se decretó porque el virus es peligroso. Para ellos, lo importante no es lo inherente a la realidad, sino lo que se dice de ella, las decisiones individuales que se tomen, la voluntad de asistir a una boda o de llevar público a un partido de futbol, la arrogancia de creerse invulnerables, la vergüenza y la cobardía hacia la propia fragilidad. Como escribe Terry Eagleton: “Una confianza inconsciente en nuestra propia inmortalidad es la causa de gran parte de nuestra destructividad”. Asumo que el caminante es una forma de ser, mientras que el trepador sólo es de tener. Al final del camino hay una narración de la aventura del paisaje y el recorrido. En la cúspide de la escalera, sólo el vacío.
La reciente épica del planeta es justo lo contrario de lo que estos personajes de la segunda ola consideran valentía. Es la épica de no-hacer. No salir, no abrazar, es la nueva gloria del cuidado hacia los demás. El bienestar no es un estado de ánimo personal sino una forma de la vida en sociedad. Por eso, Aristóteles la distinguió de otros valores instrumentales como el poder y el dinero. La felicidad no puede ser individual porque se deriva de asistir a los otros, es una virtud de la vida en común. Y no hay que confundirla, como dice Eagleton, con la intensidad: “El frenético goce de aprovechar el día, recolectar capullos de rosa, beber un vaso extra y vivir como si no hubiera mañana es una estrategia desesperada para burlar a la muerte, buscar inútilmente engañarla en lugar de hacer algo con ella. En su hedonismo frenético, rinde homenaje a la muerte que intenta repudiar. A pesar de toda su bravura, es una visión pesimista”.
De todas las situaciones que debieran unirnos, el desamparo ante nuestra naturaleza biológica es la más potente. Los que hemos tenido el privilegio de poder encerrarnos sin vernos obligados a salir a la calle a ganar el sustento, debiéramos aportarle a ese retiro la conciencia de vislumbrar el camino que viene. Después de todo, esperar es, además de asfixiante, una concesión para encontrarle un sentido a esto que nos ha tocado vivir.