En los primeros años 90, oí a José López Portillo comentar que la mayor satisfacción que tuvo como presidente de México fue tomar la decisión y expedir la orden conducente para que lo que él mismo definió como “aquel ruinoso rincón de maltrechas casas viejas” del Zócalo capitalino, se excavase con gran eficacia a diestra y siniestra, para que le llegara aire puro a lo que quedaba del Templo Mayor: el gran teocalli de los mexicas.
Cabe reconocer que el entonces omnipotente jefe de Estado tuvo la gran suerte de que se escogiera para dirigir la magna tarea a Eduardo Matos Moctezuma, quien casi nació en el INAH, y era entonces un hombre mucho más circunspecto que el ahora octogenario lleno de buen humor. No tenía que haber sido por fuerza él a quien se pusiera al frente de ese negocio. Se pudo haber caído en verdad en la trampa de elegir, por ejemplo, entre no pocos arqueólogos con fuerte respaldo sindical, capaces de pasarse la vida entera sin hacer nada.
Hay veces en que se topa uno con encrucijadas extrañas en el seno de esa benemérita casa. Estoy convencido de que había otros investigadores también muy competentes, pero también de que, ya en aquel tiempo, por edad y saber, Matos era el más adecuado, como también lo fue el arqueólogo que lo sucedió en la dirección del ahora museo y de las excavaciones que continúan y siguen aportando valiosísima información.
Otra gran ventaja de Matos resulta de que es de los arqueólogos que, además de excavar, también sabe pensar y escribir. De manera tal que, tras los escuetos hallazgos, ha forjado ideas y pergeñado libros que han enriquecido sobremanera el conocimiento que tenemos de la época prehispánica en el valle de México.
De los libros de su autoría, como él mismo señala en el espléndido apapacho que se le acaba de hacer en El Colegio Nacional, con motivo de sus 80 años, la palabra muerte aparece en varios títulos. Con ello nos muestra que en verdad sabe vivir y lo hace sin la prisa de quienes, en el fondo, piensan que deben irse pronto.
Metódico y pausado, con cara de felicidad y con la pícara mirada acompaña a las bromas finas que tiene siempre en la punta de la lengua, Eduardo Matos va por la vida gozándola a más no poder y, claro, ello no podría ser cabal si no aprovechara cuanta oportunidad se le ofrece de aparecer ante un buen público o simplemente de reunirse con sus cuates en círculos tan diferentes entre sí, que algunos incluso son cuadrados…
Cuando digo que “de las ruinas emergió un monumento”, no lo hago pensando en el edificio que se construyó para albergar a las piezas obtenidas, sino en uno de los mejores académicos mexicanos de este tiempo, del que se habla bien aquí y allá y, claro, para su mayor gloria, donde se le critica es en el seno de su propia ganadería. Ello surge no de un saber deficiente o en pláticas aburridas y asertos erróneos, ¡no! la crítica se sustenta en “una envidia hija de la mañana” que no se para a pensar que el pedestal en que se encuentra este monumento del saber mexicano, se construyó a base de mucho trabajo y gran sentido de responsabilidad.