Los grandes artistas tienen también su granito de locura. A diferencia de Cuevas, quien no perdonaba el elogio de la crítica a otro artista a menos que hubiese fallecido, o de Gironella, capaz de infligir al prójimo la lista detallada de sus obras con títulos y fechas, Manuel Felguérez se guardaba de hacer saber que se entregaba al elevado ocio de la pintura. No que deseara ocultarlo, sencillamente no veía la necesidad de hablar de su obra artística y menos aún de él mismo. Modesto como pueden ser las personas que tienen un orgullo legítimo, le habría parecido inadecuado, si no de mal gusto y grosero, llamar la atención. Sin ser introvertido y sin inclinación alguna hacia la misantropía, a pesar de su apariencia de un gran oso de peluche, se fundía entre los otros en una comunión amigable. Me atrevería a decir que Manuel, por encima de la gloria, el poder y el dinero, su naturaleza le hacía preferir los duraderos vínculos de la amistad o los lazos del amor por fugaces que pudieran ser.
A pesar de su discreción, le habría sido imposible desaparecer, invisible, como hacía Juan Rulfo convertido en su fantasma escapado por milagro de Comala. Felguérez poseía una fuerte presencia en su desvanecimiento. Fornido, espeso, una voz suave y calurosa brotaba por sus labios carnosos. De carácter bonachón, amiguero, aunque solitario entre la gente, era raro ver a Manuel sin una sonrisa, tenue pero sempiterna, dibujada en sus labios como si le hubiese sido imposible dejar de sonreír ante la vida o como si defendiera con ella su intimidad profunda.
Durante los años que coincidimos en París, hacia finales de los años 70 principios de los 80, Felguérez habitaba en la planta baja de un edificio de l’Ile-Saint-Louis. El pequeño departamento era una tienda de la calle central de ese barrio situado entre dos brazos de Sena. Acaso para evitarse el ruido constante de los paseantes, o para evitar exhibirse en una vitrina como chica de Ámsterdam, cubrió la fachada a la calle con tablas. Para entrar ahí, debía pasarse por un patio que daba a una calle lateral. El sitio era más un nido que un departamento, una cueva donde refugiarse y, acaso, hibernar como oso.
Cuando, después de las inauguraciones en el Centro Cultural de México en París, buen pretexto para reunirse entre algunos mexicanos residentes en esta ciudad, un pequeño grupo a la deriva en un barrio poco animado se invitaba a mi departamento. Entre los unos cuantos paisanos, algunos argentinos o chilenos y unos franceses, llegaba Manuel Felguérez. Silencioso, buscaba con la mirada dónde instalarse. Y, como si fuese algo excepcional, un hallazgo inusitado, descubría un lugar sobre la alfombra entre dos muñequitas. Las saludaba como si se sorprendiera de encontrarlas y se dejaba caer a su lado en el suelo, donde pasaría las horas que durase la reunión. La pareja de muñecas que formaban Aline Mackyssack y su amiga era digna de atención: de pequeña estatura, delgadas como figurines de bailarinas tailandesas, bonitas y sonrientes, parecían moverse al mismo ritmo y con los mismos gestos mimosos y consentidos. La atracción de Manuel por ellas era comprensible. ¿Qué artista no hubiese deseado atraparlas en un dibujo y abstraer su gracia en una pintura abstracta? Manuel las escuchaba sonriente, acaso dichoso de no sentirse obligado a hablar. Le bastaba oír su murmullo.
Años después, durante un viaje a Varsovia, invitada por Marek Keller para escribir el texto del catálogo de la Fundación Juan Soriano en Polonia, tuve la oportunidad de ver una exposición de obras de Manuel Felguérez en la galería creada por Marek en esta institución. Pude contemplar a solas óleos, escultura. Tuve una extraña sensación, a la vez de reminiscencia y de presentimiento, como si mis recuerdos me antecedieran y estuviesen ahí desde siempre. No me asombré al descubrir, esparcidos en uno y otro óleo, algunas de las formas flexibles y danzantes de las dos muñequitas.