Dice la voz popular que la calma antecede a la tempestad. El viejo dicho, como muchos de nuestras certidumbres de otros tiempos, ha dejado de tener sentido en la pandemia.
Las redes sociales están repletas de evidencias de algo tan anunciado como temido: la saturación de hospitales en varias partes del país, incluyendo al “epicentro” dela pandemia, es decir, la Ciudad de México.
Muchas de las historias van acompañadas de evidencias en video: el inenarrable dolor de las familias rechazadas en un hospital, “porque ya no tenemos camas” se convierte en un arma contra la estrategia del gobierno federal, aunque lo mismo ocurra en entidades gobernadas por ese club de caciques en desbandada que es la Alianza Federalista.
Ninguna “fotografía del momento” puede abarcar lo que ocurre en tiempos de Covid.
¿Cómo explicar, por ejemplo, que los alrededores del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER), uno de los primeros hospitales destinados a la atención de pacientes víctimas del virus que nos cambió la vida prevalezca una calma propia de otra época?
En la acera del INER no hay nadie esperando. Las escenas comunes de familias con mochilas a sus pies, preparadas para la larga espera de noticias sobre la salud de uno de los suyos, no existen más. La explicación simple es que los informes se dan por teléfono y que la pandemia ha cambiado incluso esa práctica que formaba parte de los usos y costumbres.
Hacia media tarde, la mayor parte de los puestos de comida y chucherías en esa misma acera están cerrados. En esa larga hilera de puestitos con cortinas de metal destaca un anuncio luminoso que parpadea: “Oxígeno. Venta. Recargas”. Pero ni siquiera ese negocio tiene gente, sino, detrás de un aparador, algunos de los productos que oferta y varios teléfonos”.
En la hora del cambio de turno, salen empleados en racimos que pronto se pierden en taxis o peseros.Una manta de la sección del sindicato de la Secretaría de Salud adorna la entrada: reconoce en sus agremiados el “humanismo y solidaridad ante esta adversidad”.
Unos pasos más allá, los empleados del INER salen entre el colorido homenaje que les brindaron estudiantes de diseño de la UNAM: “Y aunque el final de esta pandemia no se asoma cercano, lo que sí se vislumbra claramente son los grandes protagonistas de este momento histórico: las y los valientes que han enfrentado la nueva realidad en los hospitales”.
Afuera, la calma. Adentro, la tempestad de la pandemia y el agotamiento de médicos, enfermeros, técnicos, afanadores que no han parado todo el año.
“#GraciasHéroes”, dice la manta del sindicato. Queda por ver si el reconocimiento a la heroicidad se traducirá en una mejora real de las condiciones laborales del personal de salud.Tal es la promesa oficial, pero en tiempos de pandemia las condiciones han empeorado, salvo para quienes, por sus condiciones de riesgo, tuvieron la opción de irse a su casa.
Para el resto, el agotamiento va de la mano del miedo al contagio.
Lo pone así un médico que trabaja en otro de los institutos de la zona sur: “Los R1 (médicos residentes en su primer año de formación) son la primera línea de atención: aquí todos, absolutamente todos los R1 se han contagiado”. Hay algo extraño en las calles que llevan nombres de eminencias médicas. Cae la noche. Un hombre sale de una funeraria a espaldas del Centro Médico Siglo XXI. Camina despacio, con un pequeño ataúd blanco bajo el brazo. Una familia que se hace muégano en su pérdida lo mira por unos segundos y sigue en su llanto.
Hospital General
En la acera del Hospital General todas las bancas metálicas, como las de los parques, están ocupadas por familiares de enfermos. Pero se trata de los accesos para pacientes de otros males, quienes se preparan para la larga noche cargados de cobijas, suéteres, bufandas y cubrebocas mal puestos. Todos hablan, cuando lo hacen, en voz baja, como si el susurro fuese otra manera de pedir por los suyos. En la reja de la zona Covid sólo hay tres personas. Un hombre que batalla por el precio del traslado de su familiar con tres paramédicos insensibles y dos mujeres que miran de soslayo la discusión.
Lilia y su hermana acuerdan los turnos para estar al pendiente de su padre, a quien trajeron por la mañana, muy temprano, desde Lerma, Estado de México.
–¿Allá no encontraron hospital?
–Lo trajimos directo aquí, porque en este hospital ya tiene expediente.
El padre de Lilia tiene 86 años, muchos males y un marcapasos.
–¿Tiene Covid?
–No sabemos, no nos han dicho de la prueba, vamos a ver si mejora con el oxígeno.
Lilia se queja de que no querían recibir “a mi paciente” porque, sospecha, “hay favoritismo”.
“¿Vio la ambulancia?”, pregunta. Se refiere a un vehículo de emergencia que lleva poco tiempo a las puertas del hospital, la ambulancia de los paramédicos que discuten.
Lilia dice, muy segura: “No querían, pero luego lo recibieron porque es empleado de aquí”.
El Hospital General, el nosocomio con mayor número de especialidades en América Latina, tampoco se da abasto. Desde hace unos días menudean en las redes sociales llamados de su personal: “Ya no tenemos ni un lugar”.
Un especialista que labora ahí comenzó a presentar síntomas hace unos días: un cuadro clarísimo de Covid, le dijo a su supervisor. Le negaron la licencia. “Sólo te la puedo dar con la prueba positiva”. Le podían hacer la prueba en el mismo hospital tres días después y luego había que esperar 72 horas los resultados.
“¿Entonces vengo a trabajar y contagiar gente?”
El jefe se encogió de hombros.
La burocracia también le echa una manita a la pandemia.