Ignacio Manuel Altamirano escribió una novela breve y muy reveladora del país que soñaba. La Navidad en las montañas visualiza la utopía en un país dividido y con el reto de reconstruirse en todos los órdenes, incluyendo el de cimbrar un nuevo piso cultural que cincelara ciudadanía conocedora, y practicante, de sus derechos y responsabilidades.
Por insistencia de Francisco Sosa, quien “casi lo secuestró por tres días”, Altamirano escribió la novela en diciembre de 1871: “Recuerdo bien que deseando usted que saliese algo mío en el Álbum de Navidad que se imprimía, merced a los esfuerzos de usted, en el folletín de La Iberia, periódico que dirigía nuestro inolvidable amigo Anselmo de la Portilla, me invitó para que escribiera un cuadro de costumbres mexicanas; prometí hacerlo, y fuerte con semejante promesa, se instaló usted en mi estudio, y conociendo por tradición mi decantada pereza, no me dejó descansar, alejó a las visitas que pudieran haberme interrumpido; tomaba las hojas originales a medida que yo las escribía, para enviarlas a la imprenta, y no me dejó respirar hasta que la novela se concluyó”.
El Álbum de Navidad, en el que colaboraron varios escritores, incluyó el escrito de Altamirano como capítulo final. Ésta comenzó a publicarse a partir del 20 de diciembre de 1871 en el diario La Iberia. En 1873-74 fue reproducida por el periódico El Radical (del 30 de diciembre al 6 de enero). Desde su aparición, La Navidad en las montañas le valió, rememoraba el autor, “el favor público y aun el elogio de los críticos”. Para José Emilio Pacheco “fue el primer mexicano que se enfrentó a la novela como obra de arte e intentó resolver técnica y estéticamente los dos problemas simultáneos que entraña el género: escribir y narrar. Llegó a la maestría en dos relatos: La Navidad en las montañas y Antonia”.
Particularmente dos obras tuvieron influencia en la gestación de La Navidad en las montañas, la que Altamirano consideró “el cuento más bello y conmovedor que hemos leído”, A Christmas Carol, (1843) de Charles Dickens, y la extensa novela del liberal Nicolás Pizarro, El monedero (1861), en la cual un sacerdote evangélico, en el sentido de guiarse por las enseñanzas del Evangelio, funda una comunidad llamada Nueva Filadelfia, donde, apunta la investigadora María del Carmen Millán, “todas [las] teorías sociales [del padre Luis] están desprendidas de las doctrinas evangélicas; la cualidad más valiosa, la caridad; el defecto más reprobable, la traición”.
La trama de La Navidad en las montañas se desenvuelve en vísperas de la celebración del 25 de diciembre y concluye al día siguiente, cuando uno de los dos protagonistas, un capitán liberal juarista sale del poblado en el cual conoció de cerca el ministerio transformador del cura vasco, ex carmelita descalzo, fray San José de San Gregorio. El capitán encontró en su camino al sacerdote, quien lo invita para acompañarlo al pueblo donde reside y sirve a la comunidad. El militar, férreo anticlerical, paulatinamente va descubriendo en el clérigo virtudes que van a contracorriente del predominio y estilo de vida ejercido por los déspotas eclesiásticos que ha conocido en México. Se sorprende cuando los pobladores lo llaman hermano cura y la “gente no mostraba una bajeza servil, que una costumbre idólatra ha establecido en casi todos los pueblos”. Además vivía de su propio trabajo como cultivador y artesano, no cobraba por los servicios religiosos ni exigía diezmos.
Otra sorpresa contrastante con lo tradicional es el templo en que oficiaba quien renunció a los carmelitas descalzos. El capitán no encontró “en esta iglesia de pueblo lo que había visto en todas las demás de su especie, y aun en las de ciudades populosas y cultas, a saber: esa aglomeración de altares de malísimo gusto, sobrecargados de ídolos, casi siempre deformes, que una piedad ignorante adora con el nombre de santos y cuyo culto no es, en verdad, el menor de los obstáculos para la práctica del verdadero cristianismo […] Pueblos hay en que las doctrinas evangélicas son absolutamente desconocidas, porque allí no se adora más que a San Nicolás, san Antonio, san Pedro o san Bartolomé, y estos santos eclipsan con su divinidad aun a la misma personalidad de Jesús”.
Ante el cuestionamiento sobre las razones para trabajar en la redención personal y social, el sacerdote responde que su principal objetivo era formar el carácter moral de los pobladores, porque “yo no pierdo de vista que soy, ante todo, el misionero evangélico. Sólo que yo comprendo así mi cristiana misión: debo procurar el bien de mis semejantes por todos los medios honrados; a ese fin debo invocar la religión de Jesús como causa, para tener la civilización y la virtud como resultado preciso: el Evangelio no sólo es la Buena Nueva bajo el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde el punto de vista del bienestar social”. El capitán nunca olvidó la “hermosa Navidad pasada en las montañas”.