El Colegio Electoral de Estados Unidos confirmó ayer la amplia victoria electoral del demócrata Joe Biden en las elecciones presidenciales del 3 de noviembre pasado frente al todavía presidente, Donald Trump.
Como se sabe, las peculiaridades del sistema electoral indirecto del país vecino, entre ellas la ausencia de una autoridad comicial central, hacen que la oficialización de la victoria de un contendiente presidencial sea un proceso lento y tortuoso en el que cada estado califica el resultado electoral de acuerdo con un procedimiento propio –por lo general, a cargo de los congresos locales– a fin de presentar a un número determinado de electores ante el Colegio Electoral, que es el que formalmente designa al presidente electo.
Hasta hace unos años este proceso se consideraba una mera formalidad. Los resultados de cada entidad se computaban, incluso en la etapa de proyección, para calcular cuántos electores tendría cada aspirante; el conjun-to de la clase política se plegaba a los anuncios de los medios informativos sobre triunfos y derrotas y el perdedor se apresuraba a felicitar al adversario victorioso, casi siempre en la noche misma de la jornada comicial.
Sin embargo, en esta ocasión toda esa rutina se ha visto profundamente alterada por el empecinamiento de Trump de desconocer los resultados electorales y por su decisión de impugnarlos por todas las vías imaginables, lo que otorgó al Colegio Electoral reunido ayer, de manera virtual, una relevancia de la que carecía hasta ahora.
Para Biden, el hecho previsible de haber sido confirmado en su victoria –logró los votos de 306 electores, muchos más que los 270 requeridos– representa un paso más en la carrera de obstáculos que su rival republicano le ha colocado en el camino a la Casa Blanca.
De aquí al 6 de enero del año entrante, fecha prevista para que el Congreso se reúna a contar y certificar los 538 votos del Colegio Electoral, y al 20 de ese mes, que es cuando Biden debe jurar como nuevo mandatario, faltan 22 y 36 días.
Si Trump persiste en el propósito de envenenar su salida de la Casa Blanca, que es lo que ha venido haciendo desde el día mismo de las elecciones presidenciales, tiene tiempo suficiente para llevar la tensión política a un nivel sin precedente, para continuar dislocando la institucionalidad de la superpotencia y asimismo para ahondar la polarización entre los ciudadanos.
Con todo y lo indeseable que resulta tal perspectiva, sería mucho más grave que el temperamental e imprevisible republicano decidiera dedicar sus últimas semanas en la Presidencia a generar un conflicto en el ámbito externo, con el propósito de heredar al demócrata una situación que le complique el ejercicio del poder desde el primer día.
Cabe esperar, finalmente, que ninguno de esos escenarios se haga realidad y la transición en el poder ejecutivo estadunidense transcurra sin más sobresaltos.