Si alguien pensó que Donald Trump se daría por vencido una vez que perdiera su relección, muy pronto se habrá dado cuenta de su error. Desde su punto de vista perdió una batalla, mas no la guerra. Intentará la revancha por todos los medios a su alcance.
Por lo pronto, con el uso de las tácticas más aviesas, ha creado una estela de incertidumbre en torno al triunfo de Joseph Biden: su negativa a reconocer el triunfo del candidato demócrata al reiterar que perdió la elección porque existió un “gran fraude” en su contra; la asfixiante presión a congresistas estatales y federales al grado de convocarlos a la Casa Blanca para amenazarlos en caso de que reconocieran a Biden como ganador; la intentona de su equipo de abogados que, encabezados por el inefable señor Giuliani, demandaron revertir la elección en varias instancias del sistema jurídico de ese país por medios legales de dudosa veracidad, algunos ridículos como acusar a China, Cuba y Venezuela de manipular los resultados para favorecer a Biden. Por fin, hace tres días, en lo que pareciera el final de las controversias legales, la mayoría de los magistrados de la Suprema Corte le dio un portazo en la cara al negarse a dar entrada a las demandas de sus abogados. Lo extraordinario fue que tres de los magistrados habían sido nominados por Trump.
De nuevo se equivocaron quienes pensaron que con la declaración de la Corte el asunto había terminado. En su profundo espíritu de venganza, Trump juega ahora una carta más de su inagotable arcón de chicanería: pretende desprestigiar al presidente electo al acusarlo de intervenir en favor de los negocios de su hijo Hunter, cuando fue vicepresidente en la administración de Obama. Ha ordenado al Departamento de Justicia encontrar evidencias de eso, aunque hasta ahora no parece existir alguna para tal acusación. Pero lo más patético de esta comedia, y grave para el sistema democrático, orgullo de los estadunidenses, es que 126 legisladores del Partido Republicano y dos terceras partes de sus integrantes han suscrito las falsedades de Trump, asegurando que la elección fue fraudulenta. Caso curioso es que esos mismos legisladores no hayan caído en cuenta de que, de ser así, ellos mismos fueron relectos en una elección que consideran engañosa.
Es evidente que la elección no se invalidará y Trump lo sabe. Pero entonces, ¿cuál es la estrategia en la que se hace acompañar de un gran número de forajidos de la democracia? El primer paso es ganar, a como dé lugar, la mayoría en el Senado, lo que se decidirá la primera semana de enero cuando se vote por los dos legisladores que representarán al estado de Georgia. El siguiente será mantener en vilo al país en una campaña en la que repetirá las mismas aberrantes promesas que hizo en 2016, culpando a los demócratas por no haber podido cumplirlas: el muro, la desarticulación de la reforma de salud conocida como Obamacare, su desconocimiento del cambio climático ocasionado por la acción del hombre, su repudio a los migrantes y la negación de su responsabilidad en los estragos ocasionados por la pandemia. Son algunos de los elementos de la estrategia que le permitirá continuar con el apoyo de los 70 millones que votaron por él. Es como pretende ganar la guerra en 2024, cuando se postule nuevamente para presidente.
Dependerá de más de 80 millones de votantes que dieron el triunfo a Biden coartar la posibilidad de que Trump regrese en cuatro años. Una de las condiciones será que el Partido Demócrata supere las divisiones que parecen aflorar en su seno y recupere la confianza de quienes lo abandonaron por el alejamiento de los valores que en favor de las mayorías lo caracterizaron en el pasado.
Dedico este artículo a León García Soler, ex colaborador de este diario, agudo observador político, buen polemista y mejor amigo, quien en días pasados se nos adelantó.