Parafraseando al gran Tito (Monterroso) podríamos decir que los meses y las semanas pasan y el bicho sigue ahí, con una caída económica provocada por una crisis sanitaria global que ha agravado sin contemplaciones a una economía sometida a décadas de lento crecimiento y a una sociedad sin suficientes capacidades institucionales para sobrellevar la recesión y defenderse de la enfermedad.
La economía entraba en caída libre y las marcas de desempleo e inempleo eran catastróficas. Debajo de ellas, lo sabemos ahora gracias a la encuesta del Inegi, se desplegaba una mortandad de empresas sin parangón. Al filo del segundo trimestre era la hora de cambiar, pero el gobierno se aferró a lo que José Casar llamó una política económica de la contumacia que ahondó los estragos iniciales.
La emergencia nos obligó a reconocer omisiones graves en la atención y el cuidado de bienes públicos vitales y a asumir las mil y una fragilidades que aquejan a nuestras instituciones de servicios, pero también de estudio, análisis y gobierno. En particular, irrumpió un cúmulo de insuficiencias de nuestros sistemas y organismos sanitarios, huella indeleble de años de sensibles recortes presupuestales.
Sin entrar en este cavernoso cuanto bochornoso tema, no puedo dejar de apuntar que es ahí, en la economía política de nuestras finanzas públicas, donde habremos de encontrar los nudos ciegos que maniatan nuestro desarrollo al frenar la acumulación de capital, debilitar la expansión productiva y estrechar los circuitos dinámicos que comunican la inversión con el empleo y al consumo con decisiones de invertir que abran y construyan futuro.
Si algo hemos de aprender de estas aciagas jornadas de enfermedad, temor y muerte, es que la economía es siempre social y que lo social es siempre una construcción fruto de acuerdos que hay que llevar más allá de la elemental búsqueda de convivencia contra el miedo y el peligro inminente.
Sin sociedad no hay mercado, pero sin Estado, que supone acuerdos en lo fundamental, como lo recomendara Mariano Otero en el siglo XIX, no hay comunidad ni intercambio.
Sin soslayar la gravedad de la actualidad, es obligado recordar que, en lo esencial, las profundas carencias que hoy nos arrinconan son resultado de una economía que, por más de 30 años, se alejó y hasta negó su raigambre pública y social e hizo del bienestar social un residuo eventual de las dinámicas económicas inspiradas en la magia del mercado. Esta separación entre la economía y la sociedad fue a su vez erigida como valor público por el Estado y la política en su conjunto, dejando sin contenido a la democracia apenas conseguida.
Durante más de 30 años, la nación se volcó a un cambio estructural para construir una economía abierta y de mercado, inscrita en los intercambios acelerados que dieron sentido a una nueva globalización del mundo. Ciertamente, logramos volvernos grandes exportadores industriales, también redefinimos nuestra geografía económica y humana. Pero lo que no hicimos fue crecer a fin de generar los empleos necesarios para una población joven, ni generar los excedentes para producir los bienes públicos requeridos por una demografía creciente y diversa. Tampoco, sentamos las bases mínimas necesarias para una mejor distribución social y regional de los frutos del crecimiento económico y su progreso técnico.
Con el cambio de estrategia de fin de siglo se modificaron estructuras, pero su composición y dinámica productiva y social llevaron al conjunto de nuestra formación social a un extravío. Bajo crecimiento del producto interno bruto, aguda concentración del ingreso y probablemente de la riqueza, así como una penuria fiscal sostenida configuraron una imagen de México dominada por contrahechuras regionales y sociales, distorsiones productivas y un sistema político indudablemente plural, pero alejado sistemáticamente de lo que Morelos llamara los “Sentimientos de la Nación”.
Sin crecimiento alto y sostenido, la mudanza estructural no pudo modular ni cobijar a una creciente demanda de empleo; la informalidad laboral se volvió masiva, el ingreso laboral redujo su participación en el producto y la pobreza se tornó fenómeno de masas en el campo y en la ciudad.
Así, las contrahechuras que empezaron con las crisis financieras de la década de los 80, pésimos salarios, bajos ingresos medios y persistente baja participación del salario en el producto se volvieron malos hábitos arraigados en las relaciones industriales, tanto en la empresa atrasada o poco dinámica como en la que cuenta con la mejor tecnología y se orienta a las exportaciones.
León García Soler, amigo de siempre; Quijote de la revolución y el periodismo
* En ésta y la siguiente entrega ofrezco a los lectores una versión de mi participación, el pasado viernes, en el consejo nacional del Consejo Coordinador Empresarial.