En aquella sesión de hace casi un cuarto de siglo, de las primeras con mi segundo y último sicoanalista, quise presumir y definí el humor en el que me encontraba como melancólico. “¿Melancólica usted?”, me espetó el desafiante analista detrás de mi cabeza. “Usted no es melancólica; usted es colérica”, diagnóstico que me sorprendió (y que, de hecho, debo admitir, me enojó) tanto, tanto, que me provocó risa, así que reí y reí, hasta las lágrimas, por primera vez en aquellos demasiados y al mismo tiempo insuficientes años de tratamiento.
Hasta el momento en que recibí tan inesperado y brusco zarandeo, a principios de mis sesentas, considerarme melancólica era mi manera de sentirme bien, o de aceptarme a mí misma, meta que persigue el sicoanálisis, bueno, y también una que otra filosofía anterior, como la de Sócrates, que en síntesis, desde el siglo V aC, determina: “Conócete a ti mismo”.
En todo caso, lo que en esta ocasión despertó mis reflexiones fue la lectura de la extraordinaria y deleitosa biografía de Leo Damrosch, The Club, Johnson, Boswell and the Friends Who Shaped an Age, sobre la que ya he hecho algún comentario en estas páginas. En la presente oportunidad, diré que debo las reflexiones con las que parten estas líneas, específicamente a que en mi lectura me enteré de que The Club nació nada menos que a manera de tratamiento para aliviar la profunda melancolía de la que padecía nada menos que el doctor Samuel Johnson. Fue su amigo, el pintor Joshua Reynolds, quien tuvo la idea y la echó a andar, estrictamente con la finalidad de aliviar la grave depresión que padecía Johnson, la profunda melancolía que lo atormentaba.
De manera que, con el visto bueno y la colaboración del propio Johnson, Reynolds reunió a un grupo selecto de individuos que, si bien se trataba de los autores de las mayores contribuciones a la cultura en el Londres del siglo XVIII, igualmente eran poseedores de un requisito, dadas las circunstancias, quizá todavía más definitivo y oportuno. Así, para ser miembro, todos y cada uno de los integrantes debían ser, aparte de eruditos en su tema, sobre todo lo que se conoce como buena compañía, es decir, hombres enteramente dispuestos a conversar, reír, beber, cenar y también discutir hasta entrada la noche, semanalmente, a lo largo de los años, en la Turk’s Head Tavern, un pub común y corriente de Londres.
Por entonces, motivos para caer en periodos de insoportable melancolía no le faltaban a Johnson; es decir, persona cuyo humor predominante era la melancolía; es decir, alguien que se conocía a sí mismo con tal nitidez y precisión, que no se equivocaba al saberse, al llamarse, melancólico, alguien que podía presumir de reconocerse como melancólico sin que quien lo oyera lo descalificara, le arrancara la definición que él mismo era capaz de dar a su propia identidad.
En el momento en que se fundó The Club, hacía tiempo que Johnson había enviudado, y que no escribía nada desde su trascendental A Dictionary of the English Language, hazaña que había tenido lugar años atrás, lo cual justificaba que, como auténtico melancólico, en su Diario escribiera: “Cuando pienso en las resoluciones que he tomado de mejorar, mismas que año tras año he roto, ya sea por negligencia, olvido, por mi atroz pereza, interrupciones triviales o vil enfermedad; cuando advierto que tantos años de mi vida han pasado sin provecho (…), me pregunto por qué vuelvo, una vez más, a pretender que puedo mejorar”.
Ahora bien, mientras en sus buenos años, cuando la melancolía no acababa de asirse de él, Johnson fue capaz de rodar colina abajo ante sus asombrados amigos, es un hecho que, entrado en años, y ya preso de la melancolía, las reuniones de The Club fueron un alivio. La prueba es que, casi al final de su vida, físicamente deteriorado como se encontraba, en una cabaña en la que apenas si cabía dado lo corpulento que era, logró escribir Lives of the English Poets, considerada su última obra maestra.