Durante la época decembrina las pastorelas son fiestas imperdibles que, a través de representaciones escénicas, llenan de risas y cantos los patios de las vecindades más pobres, así como los jardines de los residenciales más ostentosos; no distinguen clases sociales y son del gusto de todos, pues traen consigo fuertes elementos de identificación. Su origen tiene mucho que ver con la verdadera conquista de México, la dada no con las armas en los campos de batalla, sino aquella que se consiguió a través de la evangelización en los atrios de los templos. Más contundentes como herramienta de conquista que el Arcabuz, el trabuco, la lanza y el espaldar, fueron las representaciones teatrales, en especial las pastorelas, que sirvieron para imponer a la población indígena la doctrina cristiana y con ella someter su pensamiento, por tanto su voluntad y conducta.
Cuando los frailes agustinos y franciscanos llegaron a Mesoamérica lo hicieron con la principal encomienda de erradicar las antiguas creencias de sus habitantes e inculcarles lo que llamaban la fe verdadera, encargo en el que para entonces contaban ya con mil 500 años de respaldo en experiencia evangelizadora. Sabían muy bien que si por la fuerza los zapatos no entran, las creencias menos, por lo que el fervor cristiano tendría que ser introducido de manera contundente pero sutil. Y así lo hicieron con enorme éxito.
Ante el cuestionamiento sobre cuál sería la mejor manera de inculcar en la población indígena los conceptos del pecado y la fe, además de sembrar la culpa que genera el incumplimiento de los mandamientos, fray Juan de Zumárraga, primer obispo de la Nueva España, ideó una representación escénica en la que los mismos indígenas participaron como actores. El obispo expidió una ordenanza para llevar a cabo una “Farsa de la Natividad Gozosa de Nuestro Salvador” y, a partir de entonces, los vencidos escenificaron sus derrotas y prácticas paganas, lo que dio como resultado en actores y espectadores la humillación y vergüenza de sus propias costumbres, además de mostrar como único camino a adoptar el de la fe cristiana. Así nació el teatro de evangelización cuya finalidad fue la conquista espiritual y con ella el sometimiento de los mexicanos; así comenzó también el teatro en México.
La primera pastorela compuesta en México fue escrita en náhuatl por fray Andrés de Olmos, se llamó La adoración de los Reyes Magos y desde su primera interpretación, también en lengua indígena y tras arduas semanas de ensayos, tuvo gran éxito, principalmente por la sensibilidad del fraile al integrar en ella elementos de la cosmovisión prehispánica, como flores, danza y música, y amalgamarlos en preceptos cristianos dando como resultado una pieza sincrética llena de significados nuevos construidos sobre símbolos antiguos.
Andrés de Olmos nació alrededor de 1485 en Burgos, España. Fue hijo de una familia que, a decir del mismo Andrés, era honesta y cristiana; sus padres murieron a temprana edad por lo que el futuro religioso vivió con su hermana quien, gracias a una buena situación económica, pudo costear la educación de un inquieto hermano que dedicó su juventud a estudiar derecho civil y eclesiástico. A la edad de 20 años ingresó en la orden franciscana donde persiguió brujas como inquisidor y conoció a fray Juan de Zumárraga, quien lo invitó, en 1528, a viajar con él a la Nueva España, donde se convirtió en pieza fundamental para la evangelización de los mexicas y en el primer investigador de la cosmogonía de los antiguos mexicanos, lo que le condujo a fundar casi todas las misiones de la huasteca potosina llevando con él sus pastorelas.
Tras la muerte de fray Andrés, sucedida en Tampico en octubre de 1571, las pastorelas se detuvieron debido a que, además de la evangelización, con los españoles llegaron a México epidemias que diezmaron a la población indígena, lo cual, sumado a disputas entre el clero regular y el clero secular, distrajo a los sacerdotes teatreros en su quehacer escénico. Aun así, la misión había sido exitosa y para entonces ya se rezaba el Padre Nuestro con fervor, fe y culpa en todo el territorio de la Nueva España.
Con el paso de los años, las pastorelas dejaron a un lado su papel evangelizador y se convirtieron en parte fundamental de las celebraciones populares decembrinas. Salieron de los atrios de los templos para acomodarse en los patios de casas y vecindades. Se convirtieron, además, en una sátira política que bajo el argumento original –la disputa por la adoración de los reyes magos al niño Jesús, y con ella la lucha entre el bien y el mal– incluyen a personajes actuales y escenas chuscas de un diario acontecer que en México puede ser acusado de todo menos de aburrido, y en la que, sin importar alianzas, desafueros ni consultas, al final se adora al mismo niño que, siendo adulto, expulsó a los mercaderes del templo, causando con ello que 20 siglos después se desquitaran restaurando el mismo fervor consumista por el que fueron echados, y con el que hoy –como si de una religión se tratara– se promete el cielo en la Tierra a través de regalar objetos que nadie realmente necesita, pero todos quieren.