Y de pronto, ¡el odio!
Sí, el, odio, la desesperación de hacia el alguacilillo. Aquel alguacilillo –nunca era el mismo– que me visitaba siempre y me decía en el patio de cuadrillas: ‘De parte de la autoridad, que no se olvide usted, que no puede echar pie a tierra’.
“–Vámonos, Ruy, vámonos que no puedo más –le suplicaba entonces a mi querido maestro.
“Mas surgían las buenas palabras de los amigos: ‘Tengamos paciencia’, me repetía Marcial.
“Y don Ignacio Vázquez se apresuraba a escribirme: ‘Llega a mis oídos que hablas de irte a América si no te dejan torear a pie. Quiero repetirte lo que tantas veces te he dicho: eso es un disparate.
‘Tus rabietas, porque no te conceden tan pronto como esperabas, no pueden hacerte perder el buen sentido.’
“Y Cayetana me ponía un P.S. en su carta: ‘Rezaré para que te dejen torear a pie’. Y yo me daba por vencida… Tenía tan buenos amigos.
“Para distraerme, iba con ellos al campo y toreaba a pie… a pie… a pie. Cayetana, en cambio, ansiaba por torear a caballo.
“Con el permiso que un día logramos de su padre, pasó a ir conmigo al campo, y montando a Maravilla saboreó la suerte de banderillear a caballo… Nuestra amistad floreció en esos días.”
***
“Un día, estando muy triste y desolada, apareció en mi vida la figura notable del general Varela, dueño y señor de dos laureadas.
‘Si quiere torear a pie en Ceuta –le dijo a Marcial–, yo se lo permito.
“Se firmó un contrato y cogimos el primer avión.”
***
“Aquella visita que hicimos a Marruecos fue, del principio al fin, un cuento de Las mil y una noches”.
“Entramos en Tetuán, en el coche del general, después de los toros. Era una noche de luna. Aquí y allí se veían callecitas estrechas cubiertas de parras, que de íntimas parecían más pasillos entre cuartos amigos. Siluetas raras aisladas o formando grupos, se juntaban en los umbrales de las puertas.
“En una esquina hervía una olla. Junto a ella sentábase en el suelo, rodeado de hierbas raras, un hombre de grandes barbas y tremendo y sucio turbante. Los reflejos de las llamas le daban un aspecto extrañísimo. Pasaron dos mujeres, cual fantasmas. Las telas ondulantes disfrazaban la delicadeza de sus rostros y andares.
“En una plaza, destacándose en la noche estrellada, surgió frente a nuestros ojos el palacio del jalifa y, junto a él, iluminado por inmensos faroles escondidos entre ramas y palmeras, el palacio del alto comisario de España en Marruecos, general Varela.
“Nos abrió la puerta un moro “Moreno de verde luna’, vestido de Alí-Babá. El patio, sus arcos y mosaicos, la fuente y el blancor de las gruesas paredes fueron preámbulo fantástico de un salón en cuya puerta estaban, cual columnas de la Alhambra, dos hermosos guardas moros. Entramos en el gran recinto con armónicas ventanas árabes y muebles del mismo estilo y vimos, sentados en el suelo, sobre ricas almohadas, a su alteza real el jalifa de Marruecos, al general Varela, a su preciosa mujer, a don Gregorio Corrochano y a varios invitados.
“Cenamos con un criado enorme detrás de cada silla. ¡Debían ser guerreros fantásticos! Qué bien les caían, sobre su porte de casi dos metros, los ricos trajes que usaban: fajas coloradas, pantalones bombachos, anchas mangas de seda fina, botas y puños de cuero trabajado. Se lo dije al general y éste me explicó que él y su mujer habían idealizado los trajes copiando grabados muy antiguos. Luego me contó el curioso motivo del lujo que nos rodeaba.
“Un día –era entonces el general un joven teniente– anunció su llegada a Ceuta el conde de Romanones. El joven teniente preparó, durante una semana, a sus soldados, con el fin de que supieran apreciar bien la importancia de la distinguida visita.
“–¿Más que un gran visir? –indagaban, curiosos, los soldados.
“–¡Más que un gran visir! –confirmaba el teniente Varela a sus hombres.
“Cuando apareció el conde de Romamones, vestido con un sencillo traje blanco y un viejo sombrero Panamá y además montado en un burro, el teniente mal pudo contener la indignación de sus soldados.
(Continuará) / (AAB)