Taurineo es un término que surgió en España a raíz de los constantes y crecientes abusos de los taurinos, es decir, de los que viven del negocio taurino, cada día más claudicante de los valores éticos, técnicos y estéticos de la tauromaquia a partir del sustento que le da sentido: la bravura del toro de lidia, no su aproximación ni menos su caricatura, lo que tergiversó el culto a la deidad táurica para poner en su lugar al milenario becerro de oro, ese afán desmedido por el dinero y su pueril acumulación, como si ello impidiera la ordinaria llegada de la muerte.
Taurineo no se encuentra en ningún diccionario y menos en los de tauromaquia, tan respetuosos de las apariencias y de no cuestionar la fiesta de sus amores ni con el pétalo de un adjetivo. Además de que rima con cachondeo y con manoseo, taurineo es un vocablo rico en significados ya que no solo indica acción y efecto, sino relación o pertenencia con lo taurino aunque en sentido despectivo.
Si además de burla, guasa o faje, cachondeo es la “falta de seriedad o de rigor en un asunto que lo exige”, y manoseo significa, entre otras cosas, “tocar repetidamente algo, generalmente ajándolo o desluciéndolo”, así como “ignorar o menospreciar la dignidad de alguien o de algo”, taurineo es el “manejo opaco del negocio taurino en perjuicio de éste” o, si se prefiere, “la gestión a cargo de una lamentable cofradía de élites y promotores sin mayor repercusión en el fortalecimiento de la fiesta pero en beneficio directo de esas élites, deslindadas o ignorantes de la responsabilidad taurina, histórico-cultural y social de los distintos sectores de la fiesta”.
En síntesis, taurineo es el “manejo cupular y desaseado de las cosas relacionadas con el espectáculo taurino sin preocuparse de su posicionamiento en la sociedad en que está inmerso”. A querer o no, desde hace años empresarios, ganaderos, matadores, subalternos, medios de comunicación y autoridades hunden a diario ese espectáculo con su colaboración, más o menos consciente, al taurineo de una fiesta colonizadora y asimétrica.
“México busca un torero”, reza la desafortunada frase con que el monopolio taurino, léase TauroPlaza México y Espectáculos Taurinos de México (Etmsa), pretende descubrir algunos nuevos valores que en un futuro próximo sacudan la amodorrada fiesta de los toros, gracias precisamente al taurineo. Ahora, la frase ¿quiere decir que de los toreros encontrados no se hace uno?, ¿o que los diestros que figuran carecen de la suficiente capacidad de convocatoria para que el espectáculo sea negocio?, ¿o que con figuras-cuña y toros de la ilusión no se cumplen las expectativas del gran público, desconocedor pero sensible? A saber, pero a los buenos toreros de México no hay que buscarlos, hay que aprovecharlos, siempre y cuando la nefasta cofradía de élites se convenza de ello.
Joaquín Gallo, rejoneador charro que se negó a engrosar las filas de los “buscados” por quienes de sobra conocen su trayectoria y aun así se empeñan en hacerlo a un lado, es un torero de a caballo con rasgos que lo distinguen del resto. Poseedor de una firme convicción torera que respeta al caballo, al toro y al público, con un temple sobrio que emociona sin piruetas, un estilo propio e innovador en la mejor tradición charro-taurina de Ignacio Gadea y de Ponciano Díaz en constante evolución. Convencido de que la tauromaquia debe ser un espectáculo atractivo pero con verdad y dramatismo, torea desde sus cabalgaduras con un sarape o con su sombrero, pone banderillas montado a pelo y si no acierta al primer viaje echa pie a tierra para estoquear al toro. Además políglota, abogado y hombre de empresa, sabe que sólo la inteligencia se examina a sí misma. ¡Salud, Joaquín!