Hace un año, en un clima de alegría popular, las palabras del presidente Alberto Fernández en su primer discurso al país, sonaron a melodía. “¡Nunca más una justicia contaminada por servicios de inteligencia, operadores, procedimientos oscuros y linchamientos mediáticos!”
Con la parsimonia que lo caracteriza, el nuevo gobernante argentino pidió “dejar de valerse de jueces para perseguir a los que no se les puede ganar en elecciones”, y se comprometió a “no hacer nada por la libertad de nadie, ni presionar a ningún juez”. “¡Nunca más a los sótanos de la democracia!”, ratificó.
Alberto se refería al lawfare (o judicialización de la política), ejecutada con total impunidad durante el gobierno de Mauricio Macri. Un recurso creado en el Departamento de Estado para desestabilizar gobiernos, perseguir opositores y, en esencia, sustituir los desprolijos golpes de Estado de otras épocas.
Un año después, aturdido por el deliberado endeudamiento astronómico legado por Macri y el látigo del Covid-19, con el sistema educativo nacional hecho bolas y una cuarta parte de los argentinos comiendo en comedores populares en el país de los alimentos, los presos políticos de Macri esperan justicia.
“En Argentina no hay presos políticos, sino ‘detenidos arbitrarios’”, dice Alberto. “Nos quieren dividir y no estamos divididos. Seamos prudentes, porque en el exterior pueden pensar que nuestro gobierno está deteniendo gente sin causa.”
En efecto. Pero la democracia argentina sigue coja. El Poder Ejecutivo conserva su buena imagen y, a pesar del sistemático boicot del macrismo, el Legislativo trabaja bien impulsando leyes progresistas. Sin embargo, el Poder Judicial presta oídos sordos a la res publica y, cautivo de la res privada, continúa ejecutando el lawfare a través de una densa telaraña de jueces, servicios de inteligencia y grandes medios orientados por las embajadas de Washington y Tel Aviv.
Cuando uno de los mentores del lawfare, el juez estadunidense Edward Prado, se hizo cargo de su embajada en Argentina, declaró que llegaba para “mejorar la justicia” (sic). Rápidamente, Prado se convirtió en conferencista estrella de la Asociación Empresaria Argentina (AEA), uno de los grupos de presión más golpistas del país rioplatense.
La AEA está liderada por el multimedios Clarín, de Héctor Magnetto, y Paolo Roca, de la corporación Techint. Asimismo, el diplomático frecuenta el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, agrupación defensora de genocidas que, en documentos públicos, ha justificado el accionar terrorista de la dictadura cívico-militar (1976-83).
Tres grandes medios de comunicación del país sostienen el lawfare. A los que el gobierno nacional, increíblemente, canaliza generosos aportes económicos por aquello de la “libertad de expresión”: La Nación, el centenario diario de la poderosa Sociedad Rural, y el multimedios Clarín, de Magnetto, de gran llegada en las clases medias derechizadas.
Junto con ellos, el tóxico portal Infobae. Un medio digital con alcance continental, especializado en fake news. Y en el que, según algunos entendidos, Mario Montoto sería un accionista importante. Traficante de armas y equipos de seguridad, Montoto preside la Cámara de Comercio argentino-israelí, después de haber sido un encumbrado dirigente de la organización guerrillera Montoneros.
En ese contexto, los tres medios referidos tienen la dicha de conocer las resoluciones de la Corte Suprema, antes de que sean escritas. Por esto, cuando otros medios se quejan del “privilegio”, los periodistas al servicio del lawfare componen odas a “la independencia de los jueces”.
En días pasados, la Corte confirmó la condena de seis años de prisión contra Amado Boudou, ex ministro de Economía y ex vicepresidente de Cristina. Los abogados defensores de Boudou (en prisión domiciliaria) no tuvieron acceso al expediente.
No sólo eso. Cuando el juicio estaba prácticamente terminando sin que apareciera prueba alguna, la llamada “mesa judicial” del gobierno macrista presentó un testigo de última hora. El testigo (involucrado en el caso), acusó al ex vicepresidente por “asociación ilícita”. Pero en febrero pasado, los medios realmente independientes publicaron un documento que probaba que “el testigo” había sido comprado por el gobierno de Macri.
Amado Boudou, uno de los militantes más queridos del kirchnerismo, fue el arquitecto del proceso de estatización de los fondos de pensión, quitándole al multimedios Clarín y otras empresas, un negocio de 6 mil millones de dólares.
Caso similar, entre otros, al de luchadores sociales, como Milagro Sala, Luis D’Elía, o el ex director de la obra pública del kirchnerismo, Julio De Vido, el “caso Boudou” devino en escándalo y vergüenza. De su lado, el ex vicepresidente, declaró: “El problema no soy yo. El problema es que la principal perseguida política en Argentina se llama Cristina Fernández de Kirchner”.
Así transcurrió el primer año de Alberto Fernández. Le quedan tres.