Insistamos en lo obvio: los asuntos fiscales son esencialmente políticos. Una vez dispuestos sus criterios, los técnicos resuelven los medios para aplicarlos conforme a los objetivos prestablecidos por unos fines y una estrategia.
El proceso es clave e incluye la forma en que se pone en marcha el conjunto de la administración pública. Las entrañas son una cuestión de cómo se ejerce el poder, con qué fines y cómo se apropian los recursos y en qué se usan.
Es una materia complicada y muy sensible, por supuesto, ya que los criterios políticos son eso y no garantizan necesariamente el bien común. La experiencia de México es muy clara en este sentido.
De la lista de los casos recientes, que deben llamarse oscuros y muy cuestionables por su diseño, ejecución y consecuencias, están, por ejemplo, el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), aplicado en la crisis de 1994 y el subsiguiente Instituto para la Protección al Ahorro Bancario (IPAB). Defendidos técnicamente por los gobiernos que los crearon, han sido muy costosos socialmente, han modificado la estructura productiva y financiera del país, se asocian con la expansión de la deuda pública y finalmente con la crónica desigualdad económica.
Las decisiones fiscales y las acciones financieras que conllevaron, se tomaban antes en Los Pinos; Luis Echeverría lo hizo explícito para que no hubiera dudas; ahora se toman en Palacio Nacional. Expresión fuerte, sin duda, del presidencialismo que rige el sistema político.
A deferencia de algunos de sus antecesores, claramente identificables y con una posición muy prominente en los gobiernos en los que sirvieron, el secretario de Hacienda tiene hoy un lugar secundario, lateral; lo que no es funcional. La experiencia del “echeverrismo” no se va a repetir en este ámbito. Es más, el gabinete todo es marginal, salvo algunas notorias y escasas excepciones.
La política fiscal del gobierno, que se plasma cada año en el Presupuesto de Egresos de la Federación, se avala abrumadoramente en el Congreso y se convierte, así, en ley. Los ingresos y los gastos previstos definen de modo claro los criterios políticos en materia económica y social.
El déficit o superávit de las cuentas publicas generan las condiciones que determinan los requerimientos financieros del sector público y expresan el saldo de las fuentes y el destino de los recursos. La asignación está definida de manera prácticamente puntual y con criterios específicos; hay escaso margen, si acaso, para ampliar la perspectiva y atender los problemas que van surgiendo: servicios de salud, abasto de medicinas, atención a la pandemia, creciente desempleo, quiebra de muchos negocios, creciente presión de las condiciones de pobreza y demás.
Esto incide de manera práctica y compleja en la evolución de la economía y su expresión social o, dicho de otro modo, en el bienestar; primeramente, en el año fiscal correspondiente y, luego, en las condiciones para sostener en el tiempo el empleo y el ingreso, las inversiones y la rentabilidad financiera y social.
El gasto social que se contempla en el presupuesto requiere de fondos constantes para elevar su cantidad y calidad, pero no son independientes de la producción, ni de los ingresos del gobierno, especialmente los impuestos, incluyendo los de Petróleos Mexicanos.
El sustento de esta forma de control político y de gestión económica está hoy rotundamente asociado con el principio de la austeridad. Tal vez sea el rechazo expreso del gobierno a las experiencias fallidas de la gestión de la deuda lo que la impone de manera extendida.
Pero, en esencia equivale a una forma de privación. Mientras, se apoya justificadamente a los grupos más vulnerables, esa no es una situación sostenible de manera indefinida tal y como está diseñada. Al mismo tiempo se afectan adversamente las condiciones de vida de otros grupos, a los que el gobierno también debe una atención positiva. Ni blanco, ni negro como criterio que hoy prevalece; siempre privan los matices del gris.
En su conjunto, la privación podría parecer hoy una postura razonable, en las condiciones específicas en las que está el país; pero no lo es. La moral concebida por el gobierno y de la que ya hay una versión impresa, no justifica la imposición de una privación colectiva. Esa no es una forma suficiente de ejercer la responsabilidad política.
La naturaleza de la crisis económica, de la que aún no se tiene una cuenta clara de sus consecuencias, impone una reconsideración del papel de la deuda pública con sus partes esenciales: para qué se quiere, cuánto se necesita, cómo se incide en el costo, cual será la modalidad, cómo se va a usar y cómo se establecen los instrumentos para pagarla y en qué periodo. No todo el endeudamiento tiene que ser diabólico o corrupto, como sugiere la política de privación imperante.
No olvidemos que la política fiscal –ni la expansiva y tampoco la de austeridad– lleva por necesidad a la estabilidad y el crecimiento de la actividad económica. Puede llevar, en cambio, a una situación que se ha denominado “histéresis”. Esto no es una situación en la que el producto, junto al empleo, ingresos e inversión, cae por debajo de su potencial (la holgura a la que siempre se refiere el Banco de México), sino cuando ese mismo potencial se reduce por el efecto de una larga recesión que progresivamente reduce la capacidad productiva. México está hoy en esa muy delicada situación.