Leer su nombre en la credencial de elector le produce a Reynaldo la grata sensación de que existe, de que pertenece al mundo y no habrá impedimento alguno para que siga realizando esos trámites sin los cuales las vidas se paralizan y quedan flotando en una especie de limbo. Si de ahora en adelante podrá ejercer sus derechos lo debe a su nieta Marina. Ella estuvo insistiéndole con que gestionara el documento hasta que al fin lo convenció: “Abuelo, siempre tuviste credencial de elector y ahora resultó que no te interesaba porque, según tú, ya para qué si estás muy viejo. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¡Nada! Me alegro de que me hayas hecho caso”.
Antes de guardar su credencial en la cartera, Reynaldo lee su fecha de vigencia: “20-30.” Sabe que nadie tiene comprada la vida, pero ver las cifras le crean la ilusión de que vivirá otros 10 años, aunque según su edad actual es posible que muera antes. Esa reflexión le recuerda a la mujer que en las últimas dos semanas le ha llamado por lo menos cuatro veces para hablarle de las bondades de un programa a futuro que él se negó a escuchar.
II
En la primera llamada, hace dos lunes, la mujer empleó un tono profesional, pero también cálido: “Estoy buscando al señor Reynaldo Alcántara Burgos. ¿Sería tan gentil de comunicarme con él?” “Oiga, ni siquiera dan las ocho de la mañana. A estas horas, ¿para qué lo necesita?” “Para darle una buena noticia: lo incluimos en la lista de quienes este diciembre serán beneficiados con nuestro nuevo plan.” “¡No me interesa!” “Entonces, ¿es don Reynaldo con quien tengo el gusto...?” “Si lo que quiere es venderme algo, lo que sea, no me interesa”. “Por favor, escúcheme. No se arrepentirá.” “¿Está sorda? Es la tercera vez que se lo digo: no me in-te-re-sa.”
Aterido de frío, Reynaldo volvió a la cama dispuesto a conciliar el sueño. Imposible. Estaba demasiado molesto por el inoportuno telefonema y decidió levantarse para recoger el periódico. Apenas lo había tomado cuando volvió a sonar el teléfono. Pensó que se trataba de la misma persona que había interrumpido su descanso y contestó a la defensiva: “Señora: no insista. Ya le dije que su proposición... “Abuelo, soy yo, Marina. ¿Quién creíste que era?” “Una mujer que a fuerzas quiere hablar conmigo.” “¿Te dijo para qué?” “Sí, de no sé qué maravilloso plan.” “¡Aguas! Me suena a que es una agente de ventas. Mejor ya no contestes el teléfono.” “¿Y si eres tú? De por sí me hablas cada mil años...” “Abuelo, el tiempo no me alcanza, las cosas están complicadísimas. Todavía no voy a la oficina y trabajar desde la casa es difícil: suena el timbre, ladra el perro, llegan los del gas...” “Lo entiendo. ¿Cuándo vienes?” “Hasta la otra semana. Antes, no puedo. ¿Se te ofrece algo?” “Nada más que te cuides.”
Reynaldo invirtió el resto de ese viernes inventándose obligaciones que le evitaran pensar en su soledad y terminó sentado ante el televisor, cabeceando y viendo a trozos una película de la que ni siquiera sabía el título. Sintió hartura y maldijo a “doña fastidiosa”, la mujer que al llamarlo tan temprano lo había hecho empezar demasiado pronto un día que al final le resultó larguísimo, como todos los de su confinamiento.
III
Durante el fin de semana no recibió ninguna llamada. El martes al mediodía sonó el teléfono y descolgó rápido. Desde que había empezado a aislarse estaba ansioso de comunicación.“Diga.” “¿Tengo el gusto de hablar con el señor Alcántara Burgos?” Enseguida reconoció la voz de “doña fastidiosa” y la frenó: “Déjeme en paz, por Dios Santo, ya le dije...” De profesional, el tono pasó a ser suplicante: “Sólo necesito un momento para hablarle de... ” “¿De qué?” Reynaldo tardó en oír la respuesta: “¿Ha pensado en el futuro, en los nuestros?”
El plural, que implicaba cierto grado de cercanía, le extrañó: “¿Los nuestros?” Ante el desconcierto de su interlocutor, ella mostró seguridad: “Me refiero a los hermanos, los hijos, los nietos. ¿Cuántos tiene?” “No doy información personal por teléfono y de una vez por todas dígame por qué me persigue, qué quiere.”
La mujer aprovechó el momento para explayarse: “Represento a una agencia funeraria moderna, consciente de los cambios y las necesidades de cada individuo. Nuestro servicio es personalizado. Tomamos en cuenta el origen, el sexo, la profesión, la edad.” “Reynaldo estalló: “¿Está augurando mi muerte?” “No. Sólo hablo del camino que todos hemos de recorrer. Llegará el momento en que tenga que irse. Sería bueno que ahora, cuando aún puede hacerlo, decidiera cómo será su viaje. No sabemos cuándo vaya a emprenderlo, por eso mismo debe estar preparado.” “¿Qué significa eso?” “Que olvide el egoísmo. Ahórreles a sus seres queridos angustias y problemas económicos. Nuestro plan de inhumación tiene la ventaja de ser a plazos: si lo adquiere hoy, sus pagos empezarán hasta mayo del 21. Además de económico, nuestro servicio es muy completo: nos ocupamos de todo, desde el papeleo y el traslado, hasta el ingreso a la última morada.” De golpe, Reynaldo comprendió lo que no había querido entender: él era el protagonista de la historia, estaba llamado a pasar al escenario. Colgó y para quitarle el matiz tétrico a la extraña llamada se puso a imitar a la agente: “Nuestro programa es muy completo y abarca... ¡Ah, qué mujer tan insoportable.”
IV
Desde que fue a recoger su credencial de elector, Reynaldo no ha salido ni ha vuelto a recibir llamadas. Se mantiene en alerta. No enciende el radio y camina sigilosamente para escuchar el timbre del teléfono en cuanto suene. Daría todo por escucharlo, aunque el llamado proviniera de la mujer a la que ahora clasifica como “el ángel de la muerte”.