“Más de 100 millones de personas no tienen una dieta saludable, no por falta de alimentos, sino de dinero”, sostienen voceros de la Organización de Naciones Unidas, sustentando su dicho en que, si bien América Latina dispone de alimentos para satisfacer a sus 600 millones de habitantes, 191 millones comieron de forma insuficiente y 48 pasaron hambre (La Jornada, 3/12/20, p.33) Datos que, proviniendo de gobiernos dispares, permiten suponer que la realidad ha de ser más injusta y angustiosa, pero sobre todo queda preguntar a qué llaman “alimentos”. ¿A lo que nosotros llamamos “comestibles”, porque pueden comerse, pero no alimentan? ¿O bien a los verdaderos alimentos, cuyos elementos restauran el funcionamiento óptimo del ser humano? Creemos que la confusión de términos no es inocente, porque, sin duda, la disponibilidad de l o comestible, no alimenticio, rebasa con mucho su correspondiente en alimentos en América Latina, por lo que es falso que un mayor poder adquisitivo de las mayorías resolvería su hambre y nutrición, mientras la venta del stock de comestibles más bien engrosaría el capital invertido.
En efecto, mientras los alimentos construyeron lo humano de nuestra especie, los comestibles aparecieron como mercancías, objetos separados de su uso inmediato, intercambiables por equivalencias donde el dinero es la medida universal y el proceso que fija los precios de los objetos indiferenciados es la relación entre oferta y demanda (mismas que pueden manipularse mediante la publicidad y la especulación). De este mecanismo resulta que el valor de uso es amoral, al punto de que un cuerpo humano o alguno de sus órganos pueden ser mercancías si existen compradores y, claro, si se consiguen por cualquier medio que sea.
Pero los alimentos no siempre fueron mercancías y, de hecho, aún hay remanentes comunitarios en el planeta donde los alimentos con-tienen la misma divinidad que los humanos, alimentos que no sólo se respetan, sino se veneran. Mientras, por otra parte, la mayoría de las existencias ingeribles destinadas a nuestra especie está compuesta por comestibles cuya presentación física y publicidad añaden valor económico a productos con poco o ningún valor nutrimental, pero altamente satisfactorios por la sensación de saciedad, los saborizantes añadidos y la percepción de autoestima vehiculada por la publicidad sobre su consumo.
La historia de los alimentos ha sido la del despojo, realizado por pocos, de los bienes esenciales para producirlos: tierra, agua y fuerza de trabajo de las mayorías. Posteriormente, al despojo se sumaron la imposición de técnicas como los monocultivos e insumos para la siembra y cosechas que resultaron ecocidas y criminales para los campesinos y sus familias. No, no es dinero lo que falta a 150 millones de personas en nuestro continente, son políticas de resarcimiento desde estados responsables que, en vez de aceptar que se vacíen las bodegas de comestibles para paliar el hambre, tengan la voluntad de entregar la tierra y el agua necesarias para restaurar los ecosistemas, que devuelvan condiciones dignas para recuperar el trabajo de las milpas, desde donde los campesinos mexicanos nos alimenten sin depender de los precios internacionales. Sacar nuestros productos básicos del mercado no es negociable. Ni necesitamos limosnas de chatarra. Que nos dejen ser autosuficientes y soberanos en nuestra alimentación. Lo que no significa renunciar a las ventajas del desarrollo en ciencia, tecnología, comunicaciones, artes y oficios. Siempre y cuando no nos quieran vender las ventajas dadas a los inversionistas como si fueran a ser para nuestro provecho. Porque ¡ya despertamos y ésta vez para siempre!