Han transcurrido 10 años desde que Michael Rowe, realizador de origen australiano, radicado en México, ofreciera en su primer largometraje, Año bisiesto, uno de los retratos femeninos más perturbadores en el cine mexicano reciente. La protagonista de aquel filme era Laura (Mónica del Carmen), una periodista oaxaqueña, solitaria y taciturna, quien desde su ventana en el encierro claustrofóbico de su habitación, exploraba la sensualidad de su cuerpo, espiaba las faenas sexuales de sus vecinos y se libraba a todo tipo de fantasías eróticas, alimentadas por los diversos ligues de ocasión que llevaba hasta su casa. Una mujer avispada e independiente que extraía de sus parejas sexuales el combustible suficiente para mantener activa su curiosidad, hasta el momento de toparse con Arturo (Gustavo Sánchez Parra), el hombre metódico y callado que habría de ser su justa competencia, el digno rival, en sus afanes eróticos. Año bisiesto, película memorable que en ese 2010 obtuvo en Cannes la Cámara de Oro.
Danyka, cuarto largometraje del ya naturalizado mexicano Michael Rowe (Manto acuífero, 2013; Early Winter, 2015), es, de nueva cuenta, una exploración de la sensualidad femenina, aunque esta vez se trata de una adolescente de 16 años, Danyka (Sasha González), y de los efectos que su desenfado sexual y su espíritu libre provocan en el equilibrio emocional de Armando (Demián Bichir), un hombre cercano a los 50 años. La primera gran diferencia de esta cinta con Año bisiesto es el desplazamiento de la acción desde un ámbito urbano y las estrecheces del modesto apartamento en que se ofician los rituales eróticos, hacia el espacio abierto y luminoso de un club de playa, Villa del Mar, en la costa sinaloense. Hasta ese lugar llegan Armando y su esposa Tere (Lisa Owen), para visitar a otra pareja conyugal, Neto (Marco Treviño) y Chayo (Claudia Ríos), para alejarse por un tiempo de las rutinas laborales y las incomodidades de una Ciudad de México irremediablemente caótica. Para los cuatro personajes maduros ese paraíso en la playa es un refugio perfecto, un lugar ideal para esperar el fin del mundo. Pero sin que de modo alguno se avizore una catástrofe semejante, lo que sí se produce en Armando es un cataclismo menor y silencioso, marcado por la irrupción fugaz en su existencia de Danyka, amiga de juegos de la hija menor de la pareja de anfitriones, quien de modo inusual e inesperado (dada la diferencia de edades), se volverá su interlocutora privilegiada y también su muy ilícito objeto de deseo.
La objeción principal que pudiera enderezarse a la cinta es la lentitud de su ritmo narrativo. Sin embargo, es justamente esa opción estética la que mejor conviene a la naturaleza del relato, a la minuciosa observación que hace el director de la conducta y las reacciones emocionales de su protagonista masculino, y del juego de seducción a que se libra una retadora Danyka, a su vez fascinada con el prestigio cultural y la atractiva madurez del extraño forastero, escritor de novelas históricas. Otra apuesta del cineasta es servirse de un fenómeno natural como el llamado mar de fondo, sucesión de oleajes, que invade las playas y erosiona todo a su paso, o del desperfecto de un sanitario que gotea sin descanso, o de la presencia, inquietante y familiar, de una mariposa en el baño, de una iguana en el comedor o del sugerente escenario de un gran hotel abandonado. Esta serie de apuntes funcionan como presagios, símbolos o metáforas del estado anímico del hombre maduro quien, al contacto con la sensualidad y lozanía de Danyka, adquiere conciencia de realidades hasta entonces soslayadas: los inevitables estragos de la edad, la fragilidad del pacto conyugal y la juventud como un privilegio cada vez más ajeno.
Danyka, la adolescente tropical rohmeriana, la Lolita pesadilla de toda corrección política, sacude las certidumbres morales de un Armando en plena crisis de madurez. El breve relato que ofrece el cineasta y guionista Michael Rowe, está en perfecta consonancia con los tiempos actuales de desasosiego e incertidumbre. No es un azar que la película también detone reacciones muy encontradas por su sintaxis visual hecha de planos muy largos y por sus diálogos, entre profundos e ingenuos, sobre el cambio climático, el peso de la orfandad, y los entusiasmos literarios que dos personas comparten ávidamente cuando una profunda brecha generacional les cancela goces mucho más terrenales. La sutileza y elegancia con que el cineasta maneja su relato desconcierta, e incluso puede irritar a muchos espectadores, en el contexto de un cine comercial rutinario y sin sorpresas. La nueva apuesta artística de Rowe sin duda preveía ya ese riesgo.
Danyka se exhibe en la sala 7 de la Cineteca Nacional a las 17 y 19 horas y en salas comerciales.
Twitter: @Carlos.Bonfil1