El catecismo de los neoliberales fue la autoayuda. Es la moral dominante. Un personaje solitario, expulsado de las instituciones y dejado a su desamparo, era la causa y solución de sus propios males. Armado tan sólo con su propia voluntad, el personaje debía sobreponerse y adaptarse a la nueva incertidumbre. Nada podría esperar de los demás. Como todos sus problemas con el mundo eran, en realidad, consigo mismo, se adhería al orden establecido sin exigir nada. Me lo imagino tiritando de frío en la tormenta del desempleo repitiéndose aquello de “el cambio está en ti mismo”. O, como lo escribieron los sociólogos Ulrich y Elizabeth Beck, “buscando soluciones biográficas a problemas sistémicos”.
El personaje de la auto-ayuda sigue instrucciones, recetas de éxito, relatos de experiencias que son estándares a seguir para extraer de su interior a un “emprendedor”, que es lo mismo que decir, a alguien adaptable a la precariedad laboral, amorosa, política. El modelo de ser humano que se propone la autoayuda obtiene su prestigio de sobresalir sin ayuda de nadie más, por lo que una conquista colectiva no vale como propia. De ahí que célebremente Margaret Thatcher haya asegurado en una entrevista en 1987: “Le engilgan todos los problemas a la sociedad y no existe tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres individuales y familias. Ningún gobierno puede hacer nada excepto a través de la gente. Y la gente debe cuidarse a sí misma”. La supervivencia debe ser individual y no está bien pedir auxilio. Así, esta ideología del beneficio personal termina por encontrar una metáfora en el mundo biológico: el entorno es una jungla y hay que matar o ser cazado. Se trata, en resumen, de una ideología que no plantea un porvenir, sino “estar abierto a la contingencia que venga”. Es una prueba, un desafío, y sólo quien sobresale no es un fracasado. Su personaje solitario jamás se plantea reflexionar su propia libertad en relación a los demás, es decir, a una ética.
Digo esto por la lánguida respuesta a la presentación de una “Guía Ética para la Transformación de México”. Ninguna se refirió al texto mismo, sino a cómo se contrapone a la autoayuda como modelo de comportamiento propiciado socialmente durante todo el neoliberalismo. Eso subyace a la pretendida diferencia entre “ética” y “moral”, tomada como una decisión individual contra un código social. ¿De dónde una decisión individual es mejor que una socialmente consensada? Uno puede decidir que la homofobia, misoginia, clasisimo o el racismo son su “propia ética”, y eso no los hace más deseables para la vida en común. Como escribe el filósofo de la UNAM, Gustavo Ortiz Millán, la diferencia entre la “ética” como autogobierno de la persona y la “moral” como sistema impuesto desde afuera, no existe sino hasta mediados del siglo XX. Fueron palabras intercambiables desde Cicerón hasta Hegel. Sin embargo, nos recuerda Ortiz, hasta los existencialistas le encontraron un límite a la ética autodeterminada. Simone de Beauvoir lo enunció así: “Mi libertad aumenta cuando trato de expandir la libertad de los otros”. No sería libre, por lo tanto, alguien que deja que a los demás se les oprima.
Otra de las críticas chatas a la idea de una guía ética para un nuevo proceso político mexicano en espera de su dimensión cultural y de comportamientos fue la de que no era necesaria porque bastaba “la aplicación de la ley”. Imagínese el grado de confusión que tiene el que asegura que un sistema grotescamente injusto es “moral” porque es legal. Imagínese también la idea de que la impartición de justicia es sólo un mecanismo automático de “aplicación de la ley”, sin ninguna consideración de la propia ética del juez. En México sabemos qué significa la venta de amparos y sentencias. Como escribió Anatole France: “La ley es igual para todos: le prohíbe a ricos y a pobres robarse un pan o dormir debajo de un puente”.
Al final, sin referirse al texto mismo, la parte más rupestre de la crítica simplemente dijo que se trataba de “moralizar”, en el sentido de evangelizar. La confusión está entre una relación de la libertad individual en relación a los demás y una de la persona con Dios. Sin duda, no es lo mismo decir que hay que hacer el bien por amor al prójimo, empatía, cuidado del otro, que porque Dios se enoja contigo y te castigará. No es por miedo al “mal karma” o al infierno que la ética se despliega, es por la convicción de cómo vivir y qué tipo de persona uno aspiraría a ser. No es sólo hacer el bien, sino hacerlo por las buenas razones. No hay que pedirle perdón a Dios por las ofensas, sino al ofendido. Ahí estriba la diferencia entre irte a rezar diez rosarios y enfrentar un proceso para justificar la vejación que cometiste, y que la víctima de ella decida otorgarte o no el perdón.
Al leer los 20 puntos de la Guía, lo que veo es una serie de preocupaciones genuinas que nos dejó no sólo la soledad y el aislamiento de las personas excluidas del cuidado social, sino también la violencia sicaria y feminicida, la crueldad, la humillación del sistema que consideró prescindible, inviable, a la mayoría de la población. Muchos de los temas se los debemos a la idea neoliberal de que el beneficio personal no debía responder nunca a sus responsabilidades para con los demás y el planeta. Reconozco que no sobran este tipo de textos en medio de una lápida de libros de autoayuda y su cultura de designar al logro colectivo como irrelevante y a los derechos sociales conquistados como compra de votos, pero me pregunto la forma en que un listado de valores puede articularse con los cambios para que sus comportamientos sean viables.
Por eso este artículo lleva ese título. Porque en muchos casos no importa que se tengan claros los principios (la diferencia con los prejuicios es que son argumentables) y los juicios hacia lo que es una acción mala o buena, sino que la propia dinámica social impide que actuemos con respecto a nuestra convicción. Pienso en las redes rígidas de enriquecimiento ilegal e ilegítimo, en los reconocimientos sociales mafiosos, en la supervivencia ante una ideología que premia la amoralidad con la notoriedad. Como en muchos casos en estos tiempos que corren, cosas tan legítimas como la ética resultan cuesta arriba, un pequeño freno a la amoralidad e inmoralidad cínica, que es la moral dominante. La obligación de no reproducir lo dado, de realizar algo que todavía no existe.