Francisco Bandido Vargas era un kamikaze. Salía a conseguir su objetivo a costa de su pro-pio sufrimiento. Para golpear, recibía, y sus combates solían ser verdaderas carnicerías. Así se convirtió en campeón del mundo en peso superpluma hace cinco años, cuando volvió de la lona para noquear al japonés Takashi Miura, pero también así lo perdió en 2017 ante Miguel Berchelt. El boxeo entendido como ofrenda y sacrificio.
“Ya no puedo exponerme tanto al castigo”, comenta el Bandido; “ya soy más grande y tengo mayor experiencia que debo aprovechar, pero sobre todo no puedo seguir arriesgándome a recibir tantos golpes. Ya no soy un kamikaze”.
El rostro del Bandido es un historial de carne. Cicatrices como testimonio de cortadas espeluznantes, una incluso le impidió seguir en combate, la nariz con las señas del inevitable intercambio cuando se quiere algo a toda costa.
“Esa forma de pelear, de buscar a cualquier precio la victoria la traigo en la sangre”, precisa, “pero con la edad uno aprende a tener más precaución en todo, ya no puedo ser tan temerario, como si no importaran los golpes”.
Alguna vez, tras un combate que fue en especial sangriento ante Berchelt, comentó que sólo sabía pelear de una manera. Si esa forma de entregarse tenía un costo muy alto, estaba dispuesto a pagarla. Años después, Bandido es un boxeador más cerebral, pero sin perder un ápice de coraje.
Hace poco más de una semana volvió al cuadrilátero después de un año sin pelear. Como a todos, la pandemia canceló sus planes de 2020. Tuvo que adaptarse a estas nuevas condiciones para ejercer su oficio y ahora está listo para subir al ring.