El escenario político latinoamericano se cimbró la semana pasada con el arresto domiciliario de Álvaro Uribe Vélez, ex presidente de Colombia, ordenado por la Corte Suprema de ese país. En América Latina, las detenciones, los procesos penales y la justicia no son necesariamente elementos concatenados que reflejen la vigencia de un estado de derecho en nuestras jóvenes y frágiles democracias.
Si existe una constante en los sistemas judiciales de nuestra región ésta es la impunidad. Óscar Arnulfo Romero, obispo salvadoreño, decía abiertamente que la justicia era como las serpientes: “sólo mordía a los descalzos”. La metáfora describe una de las debilidades estructurales de los sistemas jurídicos, que es su selectividad, la cual permite que sean las personas menos favorecidas quienes mayoritariamente sean procesadas, mientras que los integrantes de grupos económicamente acomodados o de la clase política eluden o reciben un trato preferente de las instancias de investigación o enjuiciamiento.
Adicionalmente, a pesar de los procesos de transformación, de los rediseños institucionales, de los esfuerzos por profesionalizar y ensanchar sus márgenes de autonomía llevados a cabo en años recientes, muchas fiscalías y policías de la región mantienen prácticas arraigadas en una cultura institucional añeja y poco funcional para la investigación de los delitos. De esta forma, la selectividad y la incapacidad de investigación se han perpetuado y hacen mirar con reserva la lucha contra la impunidad. A estos factores, hay que añadir la politización de la justicia, pues seguimos viendo frecuentemente cómo fiscalías o instancias judiciales tuercen su mandato y funciones para actuar ilegítimamente y así favorecer el interés de los poderes políticos o económicos.
Ante tales antecedentes, sería deseable que el proceso de Álvaro Uribe siente un precedente significativo para América Latina, pues no se trata de una figura política en declive, sino de la cabeza de la fuerza política que gobierna actualmente en la persona del presidente Iván Duque y es también uno de los liderazgos políticos más populares en Colombia. Por eso resalta que la Corte Suprema, en plena expresión de su independencia como poder autónomo, acuse a un actor político preponderante que cuenta con todo el respaldo del Poder Ejecutivo de dicha nación, lo cual constituye una expresión excepcional y nítida de la despolitización de la justicia.
Este caso significa también un mensaje relevante en términos de la agenda de los derechos fundamentales, en la medida que el ex presidente Uribe Vélez es conocido por haber implementado, entre 2002 y 2010, una política de “seguridad democrática” basada en una estrategia de contrainsurgencia instrumentada por el paramilitarismo, que produjo numerosas violaciones graves de derechos humanos en el contexto del conflicto armado: ejecuciones extrajudiciales o “falsos positivos”; así como la denominada parapolítica, que vinculó a alcaldes, gobernadores y congresistas con grupos paramilitares, que favorecieron el control territorial para impulsar a actores políticos en cargos y puestos de representación.
Colombia representa en muchos sentidos un punto de referencia y una experiencia comparada válida para México. Ello no significa simplificar o pretender derivar fórmulas de inmediata aplicación, sin embargo, hoy en México el panorama de la justicia está lleno de interrogantes. El caso Lozoya es un proceso que ha sido mediatizado por el Poder Ejecutivo, con lo cual se corre el riesgo de incurrir, como tantas veces ocurrió en el pasado, en el uso de la justicia para fines políticos. Mientras que, por otra parte, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) tiene en sus manos un conjunto amplio de amparos, acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales presentadas respecto de buena parte del marco jurídico que ha sido transformado por el actual gobierno de la 4T.
Estamos hablando de casi la totalidad del paquete de reformas constitucionales impulsadas por el presidente Andrés Manuel López Obrador, que están actualmente en revisión judicial y cuya constitucionalidad o inconstitucionalidad deberá determinar la SCJN: múltiples leyes de carácter federal como la de Remuneraciones de los Servidores Públicos, la Orgánica de la Administración Pública, la Ley de Austeridad Republicana, la Ley de Seguridad Nacional y la Ley de la Guardia Nacional, entre otras, están hoy sujetas a la revisión del Poder Judicial federal; sin dejar de lado, que se estima existen más de 5 mil amparos interpuestos contra los megaproyectos e iniciativas impulsadas en lo que va de este sexenio, como el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya, la cancelación de las estancias infantiles, el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec y la refinería de Dos Bocas, por citar los más notorios.
Mutatis mutandis, la SCJN y el Poder Judicial federal mexicanos en su conjunto, están en una coyuntura equiparable al caso colombiano referido al principio; están llamadas a jugar un papel histórico en este momento de redefinición del país, pues por sus manos pasa la definición del marco jurídico, de los proyectos de inversión económica y de los procesos contra la corrupción que hasta ahora han representado la principal reivindicación del actual gobierno de la República. El ejemplo que hoy vemos en Colombia, sería deseable se replicara en la estructura judicial mexicana: separar la justicia de la política.