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El sueño de Errol Musk
H

ay ambiciones que ni Balzac hubiera imaginado. Cada mañana al amanecer, el multimillonario canadiense-sudafricano Errol Musk puede pensar con satisfacción: Mi hijo es el hombre más poderoso del mundo. Y está comprando, a buen precio, el gobierno de Estados Unidos. No obstante, como en la tragedia clásica, padre e hijo se detestan. Elon Musk lo ha calificado de terrible ser humano, capaz de maldades inimaginables. Errol ha llevado una vida de tabloide, con escándalos financieros y personales, romances, hijos lícitos o insólitos. De su primogénito (nacido en 1971) suele hablar mal. Por ejemplo: No ha sido un buen padre. El primer bebé estaba demasiado tiempo con niñeras y murió al cuidado de una. Si Elon escucha esto, me va a disparar o algo así, pero de todos modos es lo que pienso: eso no es bueno, demasiado ricos, demasiadas niñeras. El burro hablando de orejas.

También piensa que Elon tiene demasiadas cosas en la cabeza, sobre todo desde que ocupa un puesto en el gobierno de Donald Trump. Quiere llegar a Marte, vender carísimo todo lo que fabrica, dirigir el mundo y más dinero. En pocas semanas perdió y ganó cantidades astronómicas de dinero en el casino global, haciéndolo el hombre más rico del mundo. Según Errol, el juego de su hijo puede resultar catastrófico.

Nacido en 1946 de padre sudafricano y madre británica, Errol se educó en un colegio exclusivo. Bajo el régimen del apartheid hizo gran fortuna y también explotando minas de esmeraldas en Zambia. Se enriqueció con el extractivismo sin freno en el continente. Su difusa trayectoria política empezó con una engañosa oposición al régimen de Pretoria, pero pronto quedó claro que lo suyo era el apartheid. Los Musk no son afrikáners (o bóeres, los viejos colonos neerlandeseses que en 1902 perdieron contra Inglaterra la guerra y el poder), sino británicos, los verdaderos dueños de aquella Sudáfrica.

Errol sigue hoy en Sudáfrica. En sus minas de África Central, las condiciones de los trabajadores han sido sistemáticamente miserables, como en tiempos del apartheid. En 1970 se casó con la modelo y escritora de origen canadiense Maya, hija de Joshua Heldeman y madre de Elon Musk (éste posee pasaporte canadiense gracias a ella). Chris MacGreal, corresponsal de The Guardian, ha documentado el historial de estas familias. En entrevista con Amy Goodman, señaló que, antes de dejar Canadá, ese Joshua encabezó durante la década de 1930 el movimiento Technocracy Incorporated, que, en esencia, pretendía borrar la democracia en Canadá y Estados Unidos, y hacer que gobernaran los tecnócratas, lo cual hoy puede sonarnos familiar. Para los vientos que soplaban entonces, esto convertía al partido en fascista y fue prohibido. De hecho, simpatizaba con la Alemania de Hitler. Joshua se refugió en Sudáfrica. El propio Errol ha dicho que su abuelo era abiertamente nazi y quería estar con los afrikáners.

Elon vivió en Sudáfrica hasta los 18 años, cuando su madre se divorció de Errol. Cuando Elon se instaló en Canadá, y eventualmente en Estados Unidos, era ya extremadamente rico, dice MacGreal. Desde la posguerra, Sudáfrica se volvió un santuario para la ideología nazi; una variante de lo ocurrido en nuestro Cono Sur.

Tenemos pues todo un arco de poderes en un imaginario de estricta matriz anglosajona, protofascista por los cuatro costados. Hasta suena chistoso que Donald Trump, entre sus muchas ocurrencias, ofrezca asilo en Estados Unidos a los afrikáners, supuestamente perseguidos por el gobierno de Sudáfrica. Pobres blancos, con tanto negro alrededor.

El gobierno sudafricano fue el que metió a Israel en problemas con la Corte Internacional de La Haya por el genocidio en Gaza. De ahí la animosidad trumpiana contra ese país. Ya en el primer periodo del magnate, la organización AfriForum de granjeros afrikáner, inventora del bulo genocido blanco, entró en contacto con el régimen de Washington, y ahora lo reactiva presentándose como víctima de la liberación sudafricana. Las mismas técnicas de Trump, al ladrón, al ladrón mientras roban; es natural que se entiendan.

Rachel Savage, también en The Guardian (10/3/25), registra las opiniones de Elon Musk sobre las reformas agrarias en su país de origen, que buscan favorecer a los productores negros. Las considera racistas contra los blancos que constituyen 7 por ciento de la población total, aunque siguen siendo dueños de 70 por ciento de la tierra cultivable.

En Sudáfrica existen millonarios blancos, como Errol, y una clase acomodada de larga alcurnia encerrada en burbujas de privilegio. El régimen posapartheid impulsa leyes en favor de la población negra. Eso dificulta los negocios de los Musk, el local y el gringo. El primero y sus pares no desean soltar ventajas y riquezas. El segundo pretende vender su sistema saltelital Starlink a inversionistas blancos de Sudáfrica, pero las nuevas leyes lo obligan a negociar con 30 por ciento de empresas propiedad de inversionistas negros.