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Aranceles: la implacable realidad
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a realidad ha obligado al presidente Donald Trump a recular en su delirio de reconfigurar la economía mundial a fuerza de aranceles. El 9 de abril, el desplome de los valores bursátiles lo llevó a establecer una pausa de 90 días en las tarifas recíprocas contra casi dos centenares de países y a dejar solamente un arancel universal de 10 por ciento para todos sus socios comerciales, excepto China. Poco después, la presión de las grandes empresas tecnológicas hizo que excluyera de las tarifas a teléfonos inteligentes, computadoras, unidades de disco y procesamiento automático de datos, semiconductores, chips de memoria, pantallas planas y otros dispositivos, sin importar su procedencia. Aunque se cuidó de mencionarlo, esto implica levantar una gran cantidad de los aranceles absurdos contra China, lugar de origen de muchos de los productos electrónicos exentos. En el otro gran frente de su guerra contra el mundo, reconoció que dejará que se queden por un tiempo todos los migrantes indocumentados que trabajan en la agricultura, lo que en los hechos cancela su amenaza de emprender la deportación más grande de la historia.

En menos de una semana, el magnate destruyó la credibilidad de sus amenazas. ¿Quién se apresurará a negociar con él, si basta con esperar unos días –o unas horas– para verlo retractarse? Lo que es peor para su causa, debió reconocer de manera implícita las dificultades de su presunto proyecto de forzar a las grandes compañías a mudar sus fábricas a territorio estadunidense.

Para trasladar a Estados Unidos el sistema fabril desarrollado por China, Trump tendría que facilitar la formación y especialización de millones de científicos, ingenieros y técnicos, objetivo imposible en un país donde la educación opera como una mercancía más y no como un recurso estratégico. La misma idea de llevar adelante un programa masivo de creación de capital humano choca de manera directa con dos de las políticas explícitas del trumpismo: desmantelar el Departamento de Educación a fin de desfinanciar las escuelas y poner los programas de estudio en manos de los grupos fundamentalistas que controlan la política local en las entidades republicanas, y expulsar con lujo de sadismo a quienes durante un siglo han sido la mayor fuente de talento del país: los migrantes.

A raíz del nuevo empecinamiento de Trump en que las grandes compañías estadunidenses muden sus fábricas a casa, ha vuelto a circular una vieja entrevista en la que Tim Cook, el jefe de Apple, sintetiza por qué es impensable llevar al país de las barras y las estrellas la producción de dispositivos avanzados como el iPhone. En 2017, Cook declaró que China dejó de ser un país con mano de obra barata hace muchos años, esa no es la razón por la que vamos a China para producir. Las razones son las habilidades y la cantidad de personas especializadas en una misma ubicación. Si en Estados Unidos reúnes a todos los ingenieros de herramientas (o ingenieros de precisión), no creo que pudieras llenar esta habitación. En China podrías llenar varias canchas de futbol.

Según todos los expertos, el nivel de complejidad de las tecnologías actuales hace del todo imposible que un país lleve a cabo de principio a fin la fabricación de dispositivos electrónicos indispensables en las actividades de empresas e individuos. Asimismo, es inviable producir ropa, calzado o electrodomésticos en las naciones avanzadas, pues las diferencias salariales con los países en desarrollo multiplicarían los costos hasta volver prohibitivos objetos cuyo consumo se ha masificado hasta el abuso. Es innegable que, en parte, estas aseveraciones responden a la narrativa neoliberal urdida para justificar los bajos sueldos en el Sur global, desincentivar la sindicalización y, en general, favorecer la acumulación de capital a expensas de las mayorías. Pero si Trump realmente quiere llevar de vuelta a su país los empleos fabriles bien pagados, tendrá que adoptar medidas totalmente distintas a las que ha impulsado hasta ahora, comenzando por inversiones virtualmente ilimitadas en formación técnica y universitaria gratuita, programas para recibir e integrar a millones de migrantes en busca de oportunidades educativas y laborales, fomento al pensamiento científico y combate a los fundamentalismos religiosos, y un decidido apoyo a los programas de inclusión y diversidad a fin de que los factores étnicos, sexogenéricos y de preferencias sexuales no sean barreras en el desarrollo personal. Todo ello, financiado con fuertes impuestos a la riqueza como los que permitieron el florecimiento de la clase media tras la Segunda Guerra Mundial.

Sin políticas de este tipo, las bravatas del magnate son pura demagogia que seguirá topándose con la realidad, debilitando el poder del que tanto disfruta abusar y haciendo a Estados Unidos cada vez más pequeño ante sus rivales económicos y geopolíticos.