n medio del ruido por la guerra arancelaria, fuera de Estados Unidos pasó relativamente desapercibida la más reciente maniobra del presidente Donald Trump para desmantelar la maltrecha democracia estadunidense. El martes, firmó una orden ejecutiva con la que pretende cambiar el proceso electoral federal transfiriéndose facultades de los estados y el Congreso: entre otras medidas, establece que todos los votos emitidos por correo deberán ser recibidos a más tardar el día de la elección, se implementen pruebas de ciudadanía para el registro de votantes sujetas a validación de su gobierno, se someta a los sistemas de votación automáticos a una recertificación por parte de una comisión sin autoridad para ello, y se entreguen las listas de registro de votantes de cada estado al Departamento de Seguridad Nacional y el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, la instancia sin existencia jurídica dirigida por el hombre más rico del mundo, Elon Musk).
Con estos cambios, Trump podría anular todos los votos emitidos en una máquina que a su juicio no cumpla los criterios de idoneidad; así como todos los sufragios enviados por correo que no lleguen a tiempo aunque sí hayan sido sellados dentro del periodo debido, una situación contemplada en 18 entidades. También podría convertir las listas de votantes en un instrumento más de su cacería humana contra los migrantes indocumentados, pese a no existir prueba alguna que sustente su afirmación de un voto masivo por parte de no ciudadanos. Por si no fuera suficiente, datos sensibles de los votantes quedarían en manos de agencias de espionaje y de un empresario privado que no está atado por ningún deber de confidencialidad.
Todas estas modificaciones al sistema electoral le permitirían al magnate subvertir cualquier votación que le sea desfavorable y violar la privacidad de los ciudadanos, lo cual resulta alarmante en cualquier contexto, pero mucho más si se tienen en cuenta los antecedentes de Trump. No puede olvidarse, por ejemplo, la infame llamada telefónica de 2020 en la que le pidió al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, que le encontrara los 11 mil 780 votos necesarios para revertir los resultados en esa entidad decisiva. En la grabación difundida por los medios se oye al mandatario sugerir al funcionario que declare haberse equivocado en el conteo e incluso lo amenaza diciendo que es un gran riesgo no plegarse a sus exigencias. Ahora, el magnate no tendría que pedir a nadie que le encuentre votos o anule resultados distritales adversos; podría hacerlo él mismo con total discrecionalidad.
También es preocupante que se exija celeridad en la entrega de los votos por correo días después de haber despedido a 10 mil empleados del servicio postal, por no mencionar la importunidad de recoger datos personales la misma semana en que se divulgó el escándalo del uso de un servicio de mensajería comercial para discutir operaciones militares por parte del secretario de Defensa, el vicepresidente, el consejero de Seguridad Nacional, la directora de Inteligencia Nacional y el director de la Agencia Central de Inteligencia, entre otros altos cargos.
Si bien es muy difícil que el decreto de Trump se mantenga en pie en tribunales, el hecho de que haya sido recibido casi con normalidad por la población y de que obtuviera el beneplácito de muchos de sus correligionarios muestra hasta qué punto la democracia estadunidense se encuentra erosionada, con una sociedad insensibilizada ante la captura del Estado a manos de una plutocracia decidida a terminar cualquier control democrático sobre su codicia.