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No me preguntes cómo mato el tiempo
L

as cartas o naipes proponen múltiples combinaciones y juegos. Los hay que se juegan entre dos o más personas. Hay también los llamados solitarios, jugados, como su nombre indica, por una sola persona. El Solitario es, pues, un entretenimiento en el que no hay rivales, a menos de considerar rival al azar. Azar de la posición de las cartas dispuestas por el jugador según las reglas del Solitario seleccionado. Un azar que se impone al jugador cuando debe escoger qué carta destapa. Decisión o selección donde reina la suerte, ese azar nunca abolido, como escribió Stéphane Mallarmé en su enigmático poema “Un coup de dés jamais n’abolira le hasard” (Un golpe de dados nunca abolirá el azar).

El jugador de Solitarios puede dejarse ir a vagos ensueños o pensar en algún problema que lo inquieta. El Solitario no absorbe la mente de quien lo practica y lo deja libre en sus vagabundeos como en la disección de sus problemas. Es posible afirmar que el Solitario es un pasatiempo practicado en las más distintas capas sociales, por personas de edades diferentes: jóvenes o viejos, tanto por hombres como por mujeres, en países distantes a lo largo y ancho del planeta; por gente activa como por gente ociosa. Hay quienes buscan respuestas y señales que les revelen el porvenir o quienes esperan encontrar la solución de un problema. Hay los supersticiosos que echarán una y otra vez las cartas mientras no ganen el juego, olvidando el paso del tiempo.

Existen aquellos que buscan ver la victoria en sus vidas, la correspondencia en el amor, la fortuna en su trabajo; en fin, el triunfo a su alcance cuando ganan. Ventaja única del Solitario: puede jugarse una y otra vez mientras no se alcanza el éxito; es decir, mientras no se obtiene la combinación ganadora. Hay también quienes juegan simplemente para pasar el tiempo.

En lengua francesa, el Solitario se conoce también como la réussite, palabra que se traduce como éxito o triunfo. El nombre del juego implica, pues, la victoria de quien echa las cartas. Así, tal vez el encanto y atractivo de este juego es que siempre terminará por ganarse. Es cuestión de tiempo.

Cuestión, así, de un tiempo que se distrae del trabajo o empleo, que se roba acaso a actividades más espirituales como la lectura, para jugarlo en una apuesta a sí mismo arriesgando la dicha o incluso la vida. De ahí, quizá, la frase a la vez superficial y profunda, con la cual el jugador de un Solitario, cuando le preguntan qué hace, responde muchas veces: matar el tiempo.

Matar el tiempo, ni más ni menos. Nada más que, si acaso fuera posible matar el tiempo, no mataríamos sino el nuestro, es decir, el tiempo que somos. Ese tiempo que escapa a la muerte y nos llevamos con ella. Tal vez sea imposible matar el tiempo que vivimos. El suicida puede quizá darse la muerte, pero el tiempo que le tocó vivir sigue ahí, en su ser ahí, el dasein, ser consciente de ser, según la terminología del filósofo Martin Heidegger.

El jugador de Solitarios puede creer matar el tiempo porque se detiene a verlo. El Solitario es, después de todo, un pasatiempo por excelencia. Juego muy antiguo, podría ser de origen romano. Ovidio, poeta latino (43 aC), es el primer autor en dar una descripción detallada del juego. El filósofo Leibnitz escribió en 1710: el Solitario sirve para perfeccionar el arte de meditar. Este juego conoce un primer apogeo en Francia durante el siglo XVIII, durante el reinado de Luis XV, introducido en la corte por un noble que buscaba divertirse en sus momentos de soledad… acaso durante un encierro en la Bastilla. Los ingleses lo adoptan en el XIX y el libro de Lady Cardogan, Illustrated Games of Patience, contribuye a popularizarlo. Las actuales versiones numéricas cautivan hoy a millones de personas.

La leyenda y la historia se unen para ver en Napoleón y De Gaulle dos jugadores de Solitarios matando el tiempo sin esperanzas que aún les queda.