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Trump y el neobonapartismo
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partir del análisis de Marx del régimen de Louis Bonaparte −sobrino de Napoleón I, el presidente de Francia (1848-1852) y luego el emperador Napoleón III (1852-1870)−, que inspiró en el 18 de brumario de Louis Bonaparte (1851) la famosa idea de que la historia siempre ocurre dos veces: la primera vez como tragedia, la segunda vez como farsa, el bonapartismo pasó a caracterizar en la teoría marxista −y más allá de ella−, una situación de polarización social entre las clases antagónicas que, al neutralizarse, permitían el surgimiento de una tercera fuerza, liderada por una figura carismática, en cierto modo externa y capaz de concentrar el poder apelando directamente al pueblo, por encima de los modos tradicionales de representación. Entendido como una forma híbrida −que combinaba el elitismo y el plebeyismo, el autoritarismo y la democracia plebiscitaria, sociedad jerárquica y unión nacional por encima de las clases−, el bonapartismo fue retomado luego por diversos teóricos (Thalheimer, Bauer, Trotsky, Gramsci) para analizar los fenómenos políticos que no se dejaban encasillar fácilmente.

Para Marx, el ascenso de Louis Bonaparte marcó la última forma del dominio burgués y también la decadencia de esa clase, la única forma de gobierno posible en un momento en que la burguesía ya había perdido, y la clase obrera aún no había adquirido la facultad de gobernar la nación. En este sentido, el bonapartismo era una tendencia política de ninguna manera exclusiva de Francia. Varios países de Europa tenían regímenes bonapartistas al igual que −como bien apunta Domenico Losurdo− Estados Unidos bajo presidentes tan diferentes como William McKinley (1897-1901), Theodore Roosevelt (1901-1909), Woodrow Wilson (1913-1921) o Franklin Delano Roosevelt (1933-1945) ( Democracy or Bonapartism, Verso, 2024, p. 167-174). El ejemplo de EU constituía en particular, según Losurdo, una especie de bonapartismo blando ya que la sucesión allí era históricamente suave, desarrollándose sobre una plataforma unificada en la que los candidatos competían por el cargo del líder supremo de la nación e intérprete del espíritu estadunidense (p. 294).

En este sentido, si una de las características del bonapartismo es la exteriorización del conflicto, esta técnica, según Losurdo, alcanzó el zenit en EU gracias al culto del americanismo que hizo posible considerar las ideologías no deseadas y sus seguidores como ajenos al alma y al espíritu estadunidense y expulsarlos. Este rito de expulsión era aún más fácil dada la presencia masiva de inmigrantes, a menudo en condiciones pobres, propensos, sobre todo en tiempos de crisis, a adherirse a movimientos de protesta e identificables así como externos, al igual que lo eran todos aquellos que se adherían a ideologías y movimientos considerados ajenos.

Es precisamente este marco del bonapartismo −como ya desde hace años argumentaba por ejemplo Dylan Riley (t.ly/eNDpy)−, que mejor explica la anatomía política de Trump y bajo cuyas coordenadas, inscribiéndose en toda la mencionada tradición estadunidense de éste, que surgió y obraba desde el principio el neobonapartismo trumpista con su estigmatización de los migrantes y el afán de presentarse como el verdadero representante, defensor e intérprete del americanismo, que vela por su integridad y está dispuesto a expulsar a todos los que lo amenazan, desde los migrantes hasta los −imaginarios− marxistas y comunistas.

Con varios matices y ajustando un poco el modelo teórico −incorporando diversas contradicciones y su (neo)patrimonialismo en el marco del cual el hoy presidente de EU trata al Estado como fuente de beneficios para él y su familia (t.ly/CQOhf)−, Trump, bien subraya Riley, más que cualquier otro gobernante contemporáneo, se asemeja a Louis Bonaparte (con un twist posmoderno), surgiendo de condiciones parecidas de polarización y evocando su control sobre el atomizado campesinado francés –el saco de patatas, como escribía famosamente Marx−, el ejemplo más temprano del carisma sin organización de masas, algo que hoy Trump ejerce igual −también tras haber logrado en 2024 formar una coalición multirracial de votantes sin precedentes en la historia reciente del Partido Republicano−, sobre una sociedad lumpenizada y fragmentada de la era de las redes sociales.

El hecho de que el mismo Trump se haya inscrito directamente en la tradición del bonapartismo blando estadunidense, sin mencionar el término, pero comparándose e invocando en diversas ocasiones a McKinley −uno de sus máximos exponentes y codificadores−, y prometiendo, igual que McKinley, “construir la prosperidad americana sobre los aranceles fuertes” (de allí sus conflictos comerciales con México, Canadá y China), y sobre la, en caso de Trump, al menos retóricamente, expansión territorial en marco del viejo Destino Manifiesto y una suerte de Doctrina Monroe 2.0, parece confirmar adicionalmente este análisis.

Lo mismo se refiere a sus promesas de regresar a la Edad Dorada ( Gilded Age) que presidió McKinley −como una panacea al declive estadunidense de hoy−, la época de enorme riqueza, aunque para unos pocos, como bien notaba, acuñando este término, Mark Twain, en la que su modelo bonapartista y el Estado estadunidense han sido puestos al servicio de los grandes financistas, industrialistas y variopintos barones ladrones ( robber barons). Así con su neobonapartismo, Trump está presidiendo también −observable ya desde hace tiempo−, giro hacia una suerte de capitalismo político (t.ly/aT_wk) en el que los beneficios para los capitalistas se deben menos a la productividad y más a sus conexiones e intervenciones directas en la política, una evolución de la que el mejor ejemplo es Elon Musk.