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¿Estamos en guerra?
E

uropa está en guerra. No tenemos muy claro contra quién, porque dependiendo del país y de la familia política, la respuesta podrá apuntar a la Rusia de Vladmir Putin, los Estados Unidos de Donald Trump, la China de Xi Jinping o, por supuesto, la inmigración. No sabemos a quién hay que enfrentar, pero el caso es que estamos en guerra, y la guerra necesita armas, industria bélica y políticas activas de defensa. El continente no anda demasiado sobrado de ninguna de ellas y, por lo visto, lo que debiera ser una virtud se ha convertido en un problema de primer orden, hasta el punto de que, esta semana, los dirigentes de la Unión Europea han realizado un retiro informal sobre el tema.

Siempre hay halcones al acecho cuando de carreras armamentísticas se trata y el runrún hace tiempo que se escucha, pero la guerra en Ucrania está a punto de cumplir tres años, el auge de China no es a estas alturas ninguna novedad y Jean-Marie Le Pen ya llevó a la extrema derecha a una segunda vuelta de las elecciones francesas hace 23 años con un discurso xenófobo y contra la migración. Es decir, el elemento disruptivo no es otro que Trump.

En primer lugar, amenazando a Groenlandia ha puesto el ojo sobre un territorio bajo soberanía danesa. Es francamente difícil imaginar tanques estadunidenses ocupando una isla que forma parte de un miembro de la Unión Europea y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), pero la amenaza ya está hecha, el foco está fijado y ahora parece que hay que darle algo a Trump para que calme sus ambiciones. Ese es su esquema negociador.

En segundo lugar, ha vuelto con fuerza la cantinela del reducido gasto militar europeo. En la visión de Trump, en términos de defensa, los países del viejo continente son parásitos que viven gracias al denodado esfuerzo bélico estadunidense, que derrocha generosidad por medio de la OTAN. Ya en su primera legislatura, exigió que los países de la Alianza Atlántica gasten 2 por ciento del PIB en sus ejércitos –ocho siguen sin hacerlo–. Por supuesto, Trump pasa por alto la subordinación de la OTAN a los intereses estratégicos de Washington o el superávit comercial del que disfruta en esta materia. De nuevo, todo ello da igual, porque el foco ya está situado y, otra vez, parece obligado a sacrificar algo en el altar de este caudillo al que no le baila el peluquín al afirmar que Europa ha tratado muy, muy mal a Estados Unidos.

Son tiempos extraños que nos muestran a Dinamarca, un freno histórico a los esfuerzos por mayor integración política europea, pidiendo mayor unidad a sus socios continentales. Igual que no deja de ser irónico ver al antiguo ministro holandés de finanzas, Mark Rutte, adalid de la austeridad presupuestaria y azote de los países del sur de Europa durante la crisis financiera, pedir ahora (como secretario general de la OTAN) mayor gasto público para impulsar el esfuerzo bélico.

El caso es que dos declaraciones incendiarias de Trump han sido suficientes para elevar el ardor guerrero de los líderes europeos y presentar el aumento del gasto militar como algo imprescindible, para lo cual se van a flexibilizar las estrictas normas de déficit con las que los europeos atan de pies y manos sus presupuestos, algo de lo que Estados Unidos no sufre gracias a un superpoder llamado dólar, el cual Trump también olvida en su retahíla de agravios.

Pero los líderes europeos tienen un problema. En general, las sociedades del continente no son nada militaristas. El ejército es algo ajeno al europeo común. No es sólo una sensación, prácticamente todos los ejércitos del continente tienen problemas para reclutar soldados. En una situación ordinaria, los gobiernos tendrían muy difícil justificar un aumento del gasto militar en un contexto en el que numerosas economías coquetean con la recesión. Necesitan alimentar un clima de guerra y amenaza que presente como inevitable un gasto militar que en una situación normal sería inaceptable. Doctrina del shock. De ahí la retórica bélica que impregna los discursos del establishment europeo de forma cada vez más intensa.

Nos asomamos a una peligrosa pendiente resbaladiza: si estamos en una situación prebélica, necesitamos prepararnos con armas y ejércitos; si tenemos armas y soldados a punto, ¿por qué no solventar con ellos disputas que bien podrían resolverse con diplomacia? Los dos principales focos bélicos que ocupan a Bruselas ahora mismo son Ucrania y Medio Oriente, y ambos eran reconducibles con una política exterior más inteligente y respeto a la legalidad internacional. Que nadie diga que estas guerras son inevitables.

Este rearme se da, además, en un contexto de auge de la extrema derecha en todo el continente. Esta película ya la hemos visto en Europa y no acaba bien.

Ya sabemos que hay guerras justas, que los ucranios tienen derecho a repeler con las armas la invasión rusa, igual que a los palestinos les sobran las razones para alzarse contra Israel. Sabemos que la guerra puede ser la paz del futuro, como dice la canción. Pero si lo terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida, pareciera que lo obvio directamente se olvida: a más armas, más guerras.