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Nombrar las cosas
L

as cuestiones específicamente políticas son casi siempre también cuestiones de poder; en ese sentido, quien consigue acuñar términos triunfa, tanto en términos de contenido como de poder político. Palabra de Angela Merkel, una de las líderes más originales de lo que llevamos de siglo. Este eco de George Lakoff y compañía proviene de la biografía recién publicada por la ex canciller alemana, que tras dieciséis años al mando del motor de la Unión Europea, considera oportuno recordar la importancia que tiene el nombre que damos a las cosas.

Es un recordatorio pertinente. Si se nos permite cierta grandilocuencia, se intuyen tres escenarios en los que la humanidad se juega su presente y su futuro: el destino de la población palestina, el desarrollo de la Inteligencia Artificial y las políticas contra el calentamiento global. Es una propuesta. Seguro que pueden ser más. Difícilmente serán menos. En esos tres escenarios hay una disputa abierta, a veces más evidente que otras, sobre el vocabulario a emplear.

El genocidio –acuñemos nosotros también– que Israel está cometiendo en Gaza es un punto de inflexión para la humanidad. Debe serlo. Nos lo están retransmitiendo en directo y somos incapaces de pararlo. De Auschwitz a Yabalia hay un abismo, nadie dice que sean lo mismo, pero hay varios hilos que conectan las barbaries. Uno lleva el nombre de Hannah Arendt y tiene que ver con la banalidad del mal. Otro toma la forma de terrible paradoja: Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, el Estado construido sobre la culpabilidad europea por el holocausto, no acudirá al 80 aniversario de la liberación del campo de exterminio situado en Polonia por temor a ser detenido por orden del Tribunal Penal Internacional, acusado de crímenes contra la humanidad. Nos han dicho muchas veces que la historia se repite, pero este giro no lo vimos venir.

Al margen de la tramposa retórica israelí, ya conocida y reproducida en todo contexto de ocupación, es el vocabulario sobre el TPI y el orden internacional el que debe preocuparnos. En cosa de unos pocos años, el Derecho Internacional ha desaparecido de los discursos de las grandes potencias, especialmente EU y Europa –vía OTAN–. En su lugar, el término en boga es un etéreo orden internacional basado en reglas. ¿Cuáles reglas? Las que nos convengan. Están borrando del mapa las siempre precarias instituciones de gobernanza global y el lenguaje es una parada importante en ese camino.

Nos jugamos el futuro también en el campo de las nuevas tecnologías, en las que tiene un lugar destacado la Inteligencia Artificial, un oxímoron que nos tiene abducidos pero que miente de inicio a fin, porque ni es inteligente ni es artificial. No es inteligente, porque ni es pensamiento, ni es original, ni es auténtico; las respuestas de la IA apenas son una media optimizada de las bases de datos –inmensas, inabarcables– con las que la hemos alimentado. Tampoco es artificial, porque todos esos datos son nuestros, nosotros los hemos creado. Es una máquina construida con nuestras virtudes y nuestros vicios. También con nuestros sesgos. No es casualidad que una IA crea que Obama es blanco.

La IA tiene un potencial inmensamente atractivo. Puede mejorar las vidas de mucha gente. Conviene no perder de vista el curso de la historia y evitar tentaciones luditas, pero la visión naif que domina todo lo que rodea a esta tecnología disruptiva es insoportable. Una IA en manos de codiciosos señores feudales del siglo XXI no va a traer nada bueno para la humanidad. Porque la tecnología puede ser todo lo novedosa que se quiera, pero el sistema socioeconómico en el que se desarrolla lo conocemos demasiado bien a estas alturas.

Otra ficción que diluye la realidad es la de una economía digital ajena a los límites que la vida en un planeta concreto y material impone. Como si la IA cayese del cielo y la nube digital – cloud– fuese, efectivamente, un inocuo fenómeno atmosférico. Los centros de datos que Amazon proyecta en la región de Aragón gastarán más electricidad que toda esa comunidad junta y el equivalente al consumo de agua de 20 mil familias. Mientras soñamos con economías virtuales, la realidad es que, según adelantó la Agencia Internacional de la Energía hace 10 días, la demanda mundial de carbón, el combustible fósil que más CO2 emite, alcanzará un nuevo récord al cierre de 2024.

Hablar de nube es la mejor manera de olvidar que tras ella se esconden instalaciones de almacenamiento y gestión de datos con un enorme consumo de recursos energéticos y materiales. Caminamos a ciegas hacia un mundo cada vez menos habitable, mientras hacemos nuestras distopías como la ciudad autónoma que Elon Musk dice querer construir en Marte. Siguiendo a Yayo Herrero, nos parece un avance imaginar a millonarios viviendo en cavernas marcianas, pero rechazamos vivir de acuerdo a los límites de este planeta, esgrimiendo que supondría volver a las cuevas terrícolas.

Somos un manojo de confusiones aturdido por un lenguaje que describe a menudo lo contrario de lo que nombra. Pongamos orden, seamos nosotros quienes nombremos las cosas.