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Otro año
H

a corrido un año más y, de pronto, muchos sucesos dentro de él empezaron su larga marcha hacia el pasado. Se me pasó esta semana casi tan rápido como el año 2024 en que, de repente, ya era junio y, ahora, ya casi terminó. Es curioso cómo la experiencia propia del tiempo sigue sin tener casi nada qué ver con el tiempo público, global y estandarizado.

Imagínense que, hasta las 10 de la mañana del 1º de julio de 1913, el mundo seguía teniendo horas locales, mediciones propias del Sol o de ciertas estrellas fijas. Pero ese día la Torre Eiffel envió una señal de telégrafo a distintos puntos del planeta y el tiempo se uniformó con el invento británico: a partir de Greenwich, dividir al planeta en husos horarios de una hora hasta completar 24.

Como escribió uno de los promotores de la hora del mundo, el ingeniero canadiense Sandford Flemming: el domingo empieza a la mitad del sábado y no termina hasta la mitad del lunes. La estandarización del tiempo no se pensó para los humanos sino para los trenes. Los humanos se ajustaron a él y tan pronto como en 1890 el reloj checador de las fábricas hizo su aparición; y con él la protesta de destruirlos a martillazos en las huelgas obreras. Los médicos como George Beard culparon a los relojes portátiles del nuevo nerviosismo en el que se cree que el retraso de unos cuantos minutos puede arruinar toda una vida. Es por eso que, en una novela de Joseph Conrad el objetivo de un anarquista es volar Greenwich con una bomba.

Casi dos décadas después de habilitada la tiranía del reloj único, Franz Kafka se queja en su diario: Es imposible dormir, imposible despertar, imposible soportar la vida o, más precisamente, la sucesión de la vida. Los relojes no coinciden. El de mi interior corre de manera en todo caso inhumana, mientras el del exterior avanza a su ritmo acostumbrado. Cuando llego demasiado temprano, me siento absurdo. Cuando lo hago tarde, siento culpa.

El absurdo y la culpa por el tiempo se inauguraron con esa señal desde la Torre Eiffel. Los horarios se inventaron para los transportes, las mercancías y el dinero, no para los humanos. Ahora, con el tiempo instantáneo del Internet, el absurdo se siente cuando te conectas y nadie ha puesto algo nuevo, y la culpa, que se llama FOMO, por sus siglas en inglés, es el miedo a perderse de algo. Llegar demasiado temprano y llegar tarde siguen siendo fuente de angustia.

Einstein lo dijo mejor: El tiempo sólo es la relación entre dos relojes. Si esos relojes se mueven en velocidades distintas, el tiempo es distinto para cada uno. Todos son correctos desde su punto de referencia. En lo individual se estudiaron sus distorsiones: la gente que tiene memoria de unas cuantas horas para quienes la repetición no es algo experimentable; las mentes que tienden a fusionar eventos traumáticos en uno solo, que se repite en cada segundo de cada día, sin escapatoria posible; la ansiedad de que un evento en el futuro esté ocurriendo en el presente y no nos demos cuenta de que estamos viviendo en un peligro permanente.

Pero, más allá del tiempo gravitacional, entre el tiempo personal y el comercial de los trenes, hay otro tipo de tiempo que es social. Me pongo a tratar de rememorar 2024, con sus conmemoraciones estacionales –cumpleaños, muertes– y lo almaceno junto con lo sucedido en lo social, en la esfera pública: el fin del sexenio de Andrés Manuel y el inicio del de Claudia Sheinbaum.

La idea de continuidad con profundización o el segundo piso, etcétera. Y me doy cuenta de que todavía es temprano para pensar el sexenio que ya terminó como parte del pasado. El refrendo masivo a la sucesora fue, en sí mismo, un acontecimiento de la dimensión de la victoria de 2018: un nuevo consenso nacional. Sin embargo, ocurridos ambos episodios –el término de uno y el inicio del otro– todavía no sabemos cómo ubicarnos en el tiempo con respecto a ellos.

Sigue su inexorable paso el reloj y el calendario, pero la percepción social va un poco atrás de lo que ese mismo colectivo precipitó y logró. Una mayoría casi absoluta se sigue percibiendo en un momento histórico, inédito. Los medios corporativos repiten que una catástrofe es inminente desde hace seis años. Algunos otros, los menos, alertan a los demás de que todo ya se destruyó aunque no exista evidencia alguna.

Los tiempos no coinciden pero, como sólo uno es el social, estamos en la frontera entre un sexenio presidencial de la izquierda y el otro. El tiempo social es un fluido y no tiene nada que ver con el de la manecilla derecha desplazándose a intervalos iguales, como una sucesión de momentos deshilvanados unos de otros. De la imagen de Bergson del flujo de la conciencia y de la duración en el tiempo como la manera de la existencia del persistir, los socialistas de finales del siglo XIX decían que el cambio histórico era un flujo y que el análisis tendía a oscurecer ese carácter de río en movimiento.

El análisis congelaba en estampas y categorías lo que es, en realidad, el transcurrir indivisible de un movimiento. Es como si sólo consideráramos los eventos de 2024 con sus días y dichos. Como si las señales que leemos en ellos, la forma de representarlos, de darles una importancia histórica estuvieran fuera de lugar. Como si 2024 sólo fuera un resumen de noticias y no un anuario de pasiones.

Unos, los hechos, ya han sucedido y pueden ser, desde ese punto de referencia, pasado. Pero en el tiempo colectivo y politizado de México, no han terminado de transcurrir, generan todavía emociones y duelos argumentativos. Es como entrar a esta casa donde voy a celebrar el Año Nuevo y me topo con que no sé dónde está la luz. Siento el escalón y lo subo a tientas, uno, dos, tres escalones, todos son del mismo tamaño, como los intervalos del reloj, pero lo que estoy anticipando es que, cuando llegue hasta arriba, escuche, por fin, la voz suave de alguien familiar.