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El décimo anillo
E

n Los nuevos Leviatanes: reflexiones para después del liberalismo (Sexto Piso, 2024), John Gray resume la vida de Thomas Hobbes en un párrafo digno de Gray. Hobbes vivió en un tiempo de desastres y calamidades. Un tiempo de guerras civiles y religiosas en que resultaba difícil encontrar en quien confiar. La mayoría de sus colegas intelectuales le dieron la espalda. Sus libros fueron quemados en público en frente de la Bodleian Library en Oxford. Recién publicado, Leviatán recibió más de un centenar de condenas y críticas hostiles, acusando a su autor de ateísmo. Uno de sus mejores amigos, quien tradujo sus obras en otros idiomas, negó haber leído alguna de sus páginas por temor a perecer en la horca. Hobbes huyó a París, de lo cual siempre se orgulleció.

Según Gray, su vida estuvo dominada constantemente por el miedo, un sentimiento que, en su filosofía política, cobra el estatuto de la emoción primordial que explica tantos otros aspectos de la vida. Con frecuencia se le atribuye, de manera equívoca, la idea de que en el centro de la política se encuentra tan sólo la lucha irrefrenada por el poder. Si bien pensaba eso, la razón por la que los seres humanos buscan el poder reside en que tienen miedo del otro/los otros; miedo a ser dañados, a sufrir pérdidas, incluso a ser aniquilados. Para Hobbes, si el poder se busca es, en primera instancia, como método de protección. A la turbulenta época en que vive –el centro mismo de la Revolución Inglesa–, la definió como el retorno al estado de naturaleza. Un estado que no refería una época antigua y remota, ni algún tipo de pasado originario, sino ese fenómeno en que una sociedad colapsa y queda desprovista de cualquier forma de ley –un momento que puede acontecer en cualquier momento–; en el que cada quien busca sobrevivir a cualquier precio, incluso dando muerte a los otros. Lo que los humanos temen verdaderamente es a los otros humanos. De ahí que en el estado de naturaleza, la sociedad se empeñe en erigir a un soberano, alguien que encabece un orden –el Estado– que proteja a sus miembros. Si éste no cumple con su contrato, la sociedad tiene entonces el derecho a rebelarse.

En esas páginas se originó la idea central que dio origen a la tradición liberal: el Estado como un sitio de vigilancia de las reglas que hacen posible la vida social. Locke, Adam Smith y David Ricardo extendieron ese principio al ámbito del intercambio económico: el Estado debería velar para que el laissez-faire –el dejar hacer del mercado libre– no deviniera en una guerra fracticida.

En su lectura de los textos de Eucken, Rostov y Hayek, autores de la nueva semántica liberal en los años de la posguerra, Michel Foucault hace hincapié en que ese antiguo principio ha quedado invertido por completo. Ahora es el mercado el que debe vigilar al Estado, debe inhibir su intervención en el ámbito económico y, más allá, en la vida social en general (educación, salud, transporte, cultura, etcétera). El autor de Vigilar y castigar no puede más que sonreír frente a esta chabacanería teórica. Lejos de inhibir el intervencionismo de Estado, lo que hace la propuesta de Hayek es demandar un tipo de intervención mucho más radical, extensa y violenta. Ahora, el Leviatán debe encargarse de transformar todas y cada una de las instituciones sociales (escuelas, hospitales, universidades, el ensamblaje cultural, cargos públicos, etcétera) en un campo que dirima quiénes son los más y los menos aptos, quiénes sobreviven y quiénes se van. Una lucha destinada a extraviar la antípoda entre gobernantes y gobernados bajo la forma de triunfadores y perdedores. Y todos deben encontrar la explicación de su destino en la virtud o desvirtud de sus cualidades individuales. El neoliberalismo es, en esencia, al igual que toda teología, un sistema de culpabilización individual.

El régimen de gubernamentalidad queda así también invertido: el miedo no proviene de las alturas del soberano –como en el liberalismo clásico–; ahora es poroso, difuso, autoinflingido. Miedo a perder el trabajo, a enfermar sin seguro social, a quedar excluido del sistema escolar. Y su legitimidad se encuentra en calidad de objeto en el propio sujeto: el más amenazante enemigo del individuo es él mismo. Como advirtió Margaret Thatcher: No se trata de la economía, sino del corazón y el alma de las personas. Tolkien no escatimó esfuerzos para encontrar en su personajes figuras de la vida real. En una carta a su hijo, afirma que los Aliados (en la Segunda Guerra Mundial) están intentando derrotar a Sauron con el Anillo. Y (tal parece) lo lograremos. Pero el proceso es criar a nuevos Saurons y lentamente convertir a hombres y elfos en orcos. ¿No es esta posibilidad la que está inscrita en toda teología secular negativa?

El dilema, como escribe John Gray, es que esta teología negativa corroe al Estado y a las empresas mismas. Y entonces el soberano agoniza (como en los años 30, según Foucault). Y cuando eso sucede, los orcos quedan sueltos en las calles.