Opinión
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Tumbando caña

Un melómano empedernido

E

s sabido que Gabriel García Márquez era de gusto musical ecléctico. Escuchaba de manera fluida música antigua, clásica y popular: vallenatos (principalmente), boleros (su pasión), tangos (que gustaba cantar), rancheras, sones cubanos, mambos y demás géneros caribeños. Argüía que nunca había entendido cómo una persona que pretendía ser culta no tuviera la música como uno de los elementos más importantes de su formación.

“Soy un melómano empedernido. Cuando digo mi lema ‘lo único mejor que la música es hablar de música’, sigo creyendo que es la pura verdad. He escuchado tanta música como he podido conseguir. Tengo una enorme colección de música del Caribe. Desde las canciones de Rafael Hernández y el trío Matamoros, hasta las plenas de Puerto Rico; los tamboritos de Panamá; los polos de la isla de Margarita, en Venezuela, o los merengues de Santo Domingo. Y, por supuesto, lo que más ha tenido que ver con mi vida y con mis libros, los cantos vallenatos de la costa del Caribe de Colombia. De muy niño vi al primer acordeonero, una verdadera revelación para mí. Después descubrí la literatura y me di cuenta de que el procedimiento es el mismo.”

La música, lo confesó, era el centro de su universo: Dicen que uno vive donde tiene sus libros, pero yo vivo donde conservo mis discos, que tengo por miles. Oigo unas dos horas de música. Es lo que más puede relajarme y ponerme en mi tono. Siempre se lo digo a mis amigos Jiménez, Molina y Restrepo.

Decía que cuando escribió Cien años de Soledad, en México, escuchó hasta la saciedad los Preludios para piano de Claude Debussy. En cambio, no volvió a escuchar a Mozart durante años, porque le asaltó la idea perversa de que Mozart era inexistente, ya que cuando es bueno es Beethoven y cuando es malo es Haydn.

En una parte del monólogo Diatriba de amor contra un hombre sentado se encuentran señas de su eclecticismo musical: Y tú me ibas enseñando el mundo con una dulzura que sólo parecía posible por amor, aunque ahora sé que no era más que vanidad. Y en música, ni hablar: me sacaste cruda de los acordeones vallenatos, de los merengues de Santo Domingo, de las plenas de Puerto Rico que tronaban en las noches de la marisma y me diste a probar el veneno de Bach, de Beethoven, de Brahms, de Bartok, y claro, de los Beatles, las cinco bes con las cuales ya no pude seguir viviendo. Me hiciste entender lo que dijo Debussy, que lo más difícil de tocar el piano es hacer olvidar que tiene martillos. O lo que dijo Stravinski, que Vivaldi compuso el mismo concierto 500 veces.

De los Beatles, una de las b, a que hace mención, nos dice: “Cuando los escuché por primera vez yo residía en San Ángel (en la Ciudad de México), donde no teníamos nada de comodidades, pero habían discos negros de pasta, de los clásicos europeos y el primer disco de Los Beatles que lo escuchaban hasta los escritores como Carlos Fuentes.

Con los Beatles las cosas empezaron a cambiar. Los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar, y se inició la liberación del sexo y otras drogas para soñar. Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres e hijos, el principio de un nuevo diálogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos.

El movimiento de la salsa de la década de los 70 en Nueva York le llamó mucho la atención. Acepto la salsa, con la conciencia de que no es una nueva música, sino la continuación exiliada y sofisticada para bien de la música tradicional de Cuba. Cuba fuera una gran potencia, aún mayor, si contara con una industria musical y estuviera en los circuitos de la comercialización, pero el bloqueo no se lo permite. Yo tengo muchos discos de salsa. Rubén Blades me ha hecho el honor de poner música a algunos de mis cuentos. Fue una endiablada aventura. Nada me hubiera gustado más en este mundo que haber escrito la historia tremenda de Pedro Navajas.

Mucha vida musical hubo en Gabo; la llevó a sus textos en búsqueda de la complicidad del lector, porque de todas las canciones, partituras, ritmos, autores e intérpretes que atendió, aparecieron sugestivamente en sus libros y textos periodísticos. Incluso a veces sus novelas, artículos y reportajes se comunicaban entre sí a través de la música. Desde su primera obra La hojarasca, hasta el último de sus libros, En agosto nos vemos, se sometieron a ese rigor.

Sigamos descubriendo /disfrutando el extraordinario sentido musical de García Márquez. Este texto, así como las tres entregas anteriores, ha sido apenas una pincelada, un guiño de las experiencias de un melómano empedernido.