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Ángeles del milagro cotidiano
A

unque se han representado desde hace siglos con rasgos que más o menos se repiten, nadie sabe con certeza cuántos son; su número es un misterio.

Para algunos seguidores de la filosofía aristotélica, al ser cada uno el encargado del movimiento de una estrella, su cifra es infinita, nos dice Marie-Madeleine Davy: existen tantos como estrellas en el universo y, en su conjunto, son los responsables de hacer girar la bóveda celeste. A una conclusión similar llega La Escritura: son millones de millones a decir del profeta Daniel y del libro de las Revelaciones, donde más se les nombra.

Carlos Monsiváis, de ascendencia protestante, en su Nuevo catecismo para indios remisos da cuenta de que en la punta de un alfiler caben tantos ángeles como la fe provea, pues siempre habrá sitio para uno más. No sólo eso, la hospitalidad del alfiler es tan generosa que siempre permitirá el espacio suficiente en su entorno para los indispensables y numerosos testigos del milagro.

Monsiváis descubrió paralelamente algo que ninguna teología siquiera ha vislumbrado: que cada metáfora es un hecho infinito, el espacio final de la realidad.

Pero los ángeles, sean mensajeros, guardianes, protectores de los elegidos, ejecutores de la ley divina, guardianes de las puertas del paraíso o símbolo de la transformación de lo visible en invisible, según Rilke, pese a su inmaterialidad son una presencia entre nosotros desde hace siglos.

Borges nos recuerda que Swedenborg hablaba con ellos en las calles de Londres, y eso lo confirma el propio sabio en su Arcana Cœlestia. Tan impactantes fueron esos diálogos, cuyo contenido se desconoce, que el poeta argentino decidió consignar que aquel hombre lejano entre los hombres apenas si llamaba por sus nombres secretos a los ángeles, pues tenía el don de mirar lo que no ven los ojos terrenales.

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▲ Dice Chevalier que los ángeles pueden volar, porque se toman ligeramente a sí mismos.Foto Wikimedia Commons

Ignoro si en Mesopotamia tuvieron nombres, pero el cristianismo nos revela algunos de ellos, curiosamente, todos terminados en EL: Miguel, el vencedor del gran dragón, de la serpiente antigua, Gabriel el mensajero, y Luzbel, el portador de Luz. El ángel caído, el espíritu que siempre niega.

Durante siglos se ha pintado y esculpido a los ángeles. Sólo los ha puesto en riesgo Lutero, que terminó con buena parte de la industria de la representación angelical en las iglesias. Los altos muros de los templos protestantes carecen de imágenes. Pero a pesar de ello dan cuenta de esos seres alados cientos de iglesias católicas y museos, y se afirma en carteles publicitarios que podemos invocarlos con objetos que podemos conseguir en supermercados o en el mercado de Sonora. También los refieren en conferencias, cursos, libros.

El Museo Nacional de Arte quiso dar cuenta de esa larga tradición con una exposición estupenda: Las huestes celestiales en la Tierra, muestra que reúne piezas artísticas creadas a lo largo de 550 años.

Doscientas piezas entre pintura, acuarela, dibujo, escultura, gráfica, fotografía y video dan cuenta de lo sagrado y lo profano con obras de Cristóbal de Villalpando, los hermanos Lagarto, Miguel Cabrera, Juan de Mata Pacheco, Chucho Reyes, Manuel Álvarez Bravo, Juan Soriano, Mathias Goeritz, Gunther Gerzso, Javier Marín. Pieza emblematica es la cabeza del Ángel de la Independencia, inmensa y golpeada, rescatada del sismo de 1957.

Dice Chevalier que los ángeles pueden volar, porque se toman ligeramente a sí mismos. Seguramente tiene razón. Por eso revolotean en el imaginario desde hace siglos.

Ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.