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Mercado de la poesía
L

a plaza de Saint Sulpice, al pie de la iglesia que le da nombre, albergó este año una verdadera fiesta durante la semana del Marché de la poésie, como se denomina la reunión anual de editores consagrados a este oficio. La llegada de los días laminosos debe haber contribuido a este auge de visitantes apasionados o simples curiosos de la poesía. Por los corredores entre los modestos estantes, nada qué ver con el aparatoso dispositivo del Salón del Libro, la gente se abría paso tratando de avanzar para visitar uno u otro editor, o simplemente curiosear aquí y allá echando un vistazo a los volúmenes de poesía, hojeándolos, deteniéndose en la lectura de algunas páginas. El ambiente era realmente festivo. Casi cabía preguntarse qué significa esta presencia de tan numerosas personas al parecer lectores apasionados de poesía. Pero quizá deberíamos comenzar por tratar de encontrar un atisbo de respuesta a la cuestión que nos interroga sobre qué es la poesía. Ensayos y tratados, libros enteros, han sido dedicados a este enigma. Porque hablar de poesía es hablar de un misterio.

¿Por qué un encuentro de miradas entre dos desconocidos, a través de las ventanas del Metro, durante el fugitivo instante cuando los vagones se cruzan al correr cada uno en sentido distinto, puede ser poético? Porque podría también no serlo. Pero Ezra Pound extrae y manifiesta en dos versos la poesía de ese momento milagroso.

¿La poesía sería, entonces, una conjunción de palabras y nada más? Sin embargo, se pronuncian, se escuchan decir, frases como: su mirada era poética, la sonrisa de esa mujer derramaba poesía, el amor entre ellos era en sí un poema.

Alguna noche, hace ya años, tarde en la madrugada, un grupo de jóvenes amigos, con ese ocio que abre la puerta a los ensueños, nos propusimos recitar uno o dos de los versos que nos habían dejado su huella, un recuerdo en verdad inolvidable, y venían a nuestra memoria cargados de nostalgia de lo desconocido. Cada quien se sumió en la seriedad de la ligereza que da el vuelo cuando la ensoñación se nos viene encima con esa magia capaz de hacernos olvidar que el tiempo pasa.

Quiero escribir los versos más tristes esta noche / escribir, por ejemplo, la noche está estrellada, murmuró la voz de uno de los presentes. Seguimos los otros: Oh, inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo, dijo en voz baja una chica. El que se va se lleva su memoria, / su modo de ser río, de ser aire, / de ser adiós y nunca, continuó otro. Todo se hace en silencio. Como / se hace la luz dentro del ojo. El amor une cuerpos. En silencio se van llenando el no al otro, y una voz ronca agregó: se van matando el uno al otro. Que tanto y tanto amor se pudra / ¡oh dioses!, un amor capaz de transformar el sapo en rosa, exclamó como un escupitajo el de mayor edad de nosotros. Pero los hombres del alba se repiten / en forma clamorosa, / y ríen y mueren como guitarras pisoteadas, recitó con prisa otro de los presentes. “En lo alto de la pirámide los muchachos fuman mariguana, /suenan guitarras roncas. / ¿Qué yerba, qué agua de vida ha de darnos la vida…?”, la pregunta quedó inconclusa, interrumpida por alguien urgido de recordar: De súbito me sales al encuentro, / resucitada y con tus guantes negros. / Para volar a ti, le dio un vuelo / el Espíritu Santo a mi esqueleto. Alguien intentó una respuesta recordando el final de Muerte sin fin: Desde mis ojos insomnes / mi muerte me está acechando, / me acecha, sí, me enamora / con su ojo lánguido. / ¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo!

El silencio se hizo entre nosotros y escuchamos el silbido del tren que pasa a lo lejos cada madrugada, hacia las 3 de la mañana, sin preguntarnos nunca cuál es su destino. Como tampoco nos preguntábamos en esa época cuál podría ser el nuestro. Simplemente lo vivíamos sin pensarlo y lo íbamos haciendo en camino tratando de volver realidad los sueños.