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Aprender a morir

¿Tener o no tener hijos?

U

na de las parejas mejor avenidas que conozco o, si se prefiere, menos preocupadas de preocuparse, ya con 42 años de unión libre, es decir, sin la intervención de jueces ni ministros eclesiásticos, decidió de común acuerdo antes de irse a vivir juntos no tener hijos pudiendo haberlos tenido. Preferimos engendrar proyectos de una convivencia menos estresante y más imaginativa, comentó ella.

En su obsesivo afán de contribuir a la salvación de las almas, las religiones en general y la católica en particular, insisten desde sus respectivas tribunas en el carácter indisoluble del matrimonio hasta que la muerte los separe, sosteniendo que a mayor fidelidad, mayor fecundidad. A saber si los ocho mil millones de personas que habitan el planeta son consecuencia de la fidelidad o sólo irreflexiva obediencia a la bíblica consigna creced y multiplicaos. En su amoroso celo, la Iglesia sostiene que Dios para asegurar la perpetuidad de la especie humana sobre la tierra dotó al individuo principalmente de dos instintos: supervivencia y reproducción, y que la vocación del matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer. Estas versiones no han hecho sino orillar a infinidad de individuos, por lo menos a lo largo de los recientes 2 mil años, a establecer relaciones sustentadas en el mutuo desconocimiento de sí mismos y del otro, no obstante leyes, sacramentos y bendiciones al uso. Lo que a diario se multiplican son divorcios, madres y padres solteros y huérfanos.

Concepciones menos teológicas y más realistas deberían orillarnos a reflexionar con responsabilidad y conciencia acerca de la procreación como obligación −con influencia de la familia, la escuela, los medios y la irredimible mentalidad de cada época− o como una elección libre despojada de culpas, complejos, miedos y competencias como: tu hermana ya tiene dos; a ver si se apuran o el ilusionante ¿quién los cuidará cuando estén viejos? A las dudas de qué hacer con nosotros mismos si no deseamos tener hijos hay que añadir factores que obligan a decisiones más comprometidas con nosotros y con el entorno: tecnología idiotizante, cambio climático sin control, caos demográfico, crisis laborales, violencia multifacética, enfermedades inéditas y un día a día cada vez más hostil, sobre todo para niños y adolescentes. Hoy, seguir trayendo personas al mundo por costumbre, más que amor es irresponsabilidad.