ncabezados por la vicepresidenta estadunidense, Kamala Harris, decenas de funcionarios de países que apoyan a Ucrania –sea con asistencia militar, en el frente diplomático o de ambas formas– se reunieron con el presidente de ese país, Volodymir Zelensky, en Obbürgen, Suiza, con el supuesto propósito de conseguir una paz justa y duradera
en la confrontación ruso-ucrania.
El viernes pasado, el jefe del Estado ruso, Vladimir Putin, puso sobre la mesa las condiciones de Moscú para poner fin a la guerra: que Ucrania renuncie a todas las provincias reclamadas por Rusia –Donietsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia–, las cuales representan cerca de 20 por ciento del territorio ucranio, que se proclame una nación neutral, fuera de bloques y sin armas nucleares
, que se desmilitarice y que se desnazifique
.
En una de las primeras reacciones occidentales a ese posicionamiento, la primera ministra italiana, la ultraderechista Giorgia Meloni, lo calificó de gesto más propagandístico que real
.
En realidad, ni el cónclave de Obbürgen ni la exigencia de Putin apuntan al propósito de poner fin al conflicto: el primero es una farsa diplomática, habida cuenta que ninguna gestión de paz mínimamente seria puede llevarse a cabo sin la participación de uno de los bandos en la guerra. En el encuentro ni siquiera se consideró la postura del gobierno chino, el cual ha planteado atendibles fórmulas para terminar el conflicto.
En realidad, tanto en esa reunión como en la que tuvo lugar en Apulia, Italia, entre los líderes del G-7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido), el tema central fue el de las vías para continuar la guerra, que se ha vuelto ya una clara confrontación entre los miembros de la Alianza Atlántica y Rusia.
El señalamiento de Putin, por su parte, es claramente inviable: aun en el caso de que el gobierno ucranio aceptara asumir las pérdidas territoriales que le exige Moscú, las potencias occidentales no están dispuestos a permitir un estatuto de neutralidad
–que significaría, en los hechos, poner fin a su influencia en Kiev– ni a renunciar a Ucrania no como un aliado o socio, sino como un instrumento para desgastar la maquinaria bélica rusa. Por lo demás, la desnazificación
del Estado ucranio es más una descalificación ideológica a Kiev que una condición específica, toda vez que no establece acciones concretas ni alcances definidos.
A estas alturas resultan meridianamente claros dos asuntos: que lo que se dirime en el territorio ucranio es en realidad una guerra de la OTAN contra Rusia y que las partes involucradas no tienen disposición a negociar el fin del conflicto; al menos, no por ahora.
En tales circunstancias, una gestión de paz viable tendría que partir del reconocimiento de los bandos reales en pugna y contar con la coadyuvancia de gobiernos no alineados con una de las partes, como podrían serlo China, India y Brasil. En tanto no se admita esta realidad, el conflicto bélico seguirá cobrándose vidas ucranias y rusas y generando cuantiosas ganancias para las industrias militares de Estados Unidos y de Europa.