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Trump: crimen y castigo
D

e los cuatro juicios penales que a principios de 2024 enfrentaba Donald Trump, hasta ahora concluyó sólo uno, el que desde el principio parecía menos dañino: el juicio por la falsificación de registros comerciales por pagos de silencio a una estrella porno, Stormy Daniels, en 2016. El 30 de mayo, el jurado en Nueva York lo declaró culpable de 34 cargos, la primera vez que un ex presidente de Estados Unidos haya sido condenado por un delito grave (algo que Trump apelará una vez que se conozca la sentencia). Parece que será el único juicio que termine antes de las elecciones presidenciales de noviembre. Los otros tres, Trump y sus aliados lograron postergarlos de varias maneras: el juicio federal sobre su papel en el asalto de sus seguidores al Capitolio para descarrilar el proceso electoral (en el que se espera aún el fallo de la Corte Suprema sobre si goza de inmunidad en este caso), el juicio estatal en Georgia por intentar anular allí los resultados de las elecciones de 2020 (que se encuentra paralizado debido a posibles cargos de corrupción contra el fiscal jefe) y el otro juicio federal por las violaciones de seguridad y el mal manejo de los documentos presidenciales en el que aún ni siquiera hay una fecha (la jueza de este caso fue designada por Trump y hasta ahora ha hecho todo para retrasarlo).

Lo que comenzó como un año peligroso para el ex presidente y –algo que dice mucho de la condición de este país–, el posible futuro presidente de Estados Unidos, se ve cada vez mejor, sobre todo después de cuando a principios de marzo la Corte Suprema de la Nación falló por unanimidad en contra de Colorado, frenando efectivamente el más potente de los casos contra él. En 2023 la Corte Suprema del estado de Colorado removió (al igual que dos otros estados) a Trump de la boleta por su papel en el asalto al Capitolio, argumentado que éste caía bajo la previsión de la sección 3 de la 14 Enmienda, que data de los tiempos de la Guerra Civil y estipula que alguien involucrado en una insurrección no puede ser elegido para los cargos públicos. Pero la Corte Suprema −dominada de hecho por la derecha gracias a tres nombramientos de Trump−, negó esta interpretación, asegurando su lugar en la boleta electoral en todos los 50 estados.

En 2016, Trump famosamente dijo que podía pararse en medio de la Quinta Avenida y dispararle a alguien sin perder ningún votante. Esa afirmación, fruto de un profundamente enraizado sentido de la impunidad −ahora finalmente cuestionada−, como tal, está aún por probarse, al igual que el impacto del veredicto neoyorquino en la decisión de los votantes en noviembre, pero el juicio reciente parece no cambiar mucho (había tantos presidentes de Estados Unidos que eran y son criminales y nunca han sido condenados por nada). Y de hecho, menos mal para la democracia estadounidense. Dejen que me explique.

Dado que el castigo a Trump −previsto para ser dictado por el juez el 11 de junio− consistirá probablemente de una multa, la libertad condicional, el servicio comunitario o una combinación de ellas, éste no afectará su capacidad legal para postularse nuevamente para la presidencia ni para votar (la Constitución no prohíbe a los delincuentes postularse, y Florida, donde Trump está registrado, permite votar a las personas con una condena en otro estado si éste lo permite y en Nueva York alguien condenado por un delito grave puede votar si no está encarcelado). Así –más allá de sentar un precedente simbólico–, el juicio en Nueva York deja el juego donde esencialmente debería estar: en el campo de la política. Así destroza las fantasías tecnocráticas y, en esencia, antidemocráticas, de muchos liberales que pensaban que el país podía y/o debería deshacerse de Trump por la vía judicial (el papel que desempeñó en su tiempo la investigación del fiscal especial Robert Mueller sobre la supuesta colusión entre Trump y Moscú, que acabó en nada) y que las cortes serían una solución mágica a la debilidad e impopularidad de Biden.

Esta fantasía no es otra cosa, sino un espejismo antidemocrático y –quiérase o no−, una versión de lawfare. Es difícil no quedarse con la impresión de qué incapaces son de remover a Trump de la política −este ya hizo historia antes al sobrevivir dos intentos de destitución− y mucho menos dispuestos a atender las causas políticas, sociales y económicas que le dan el combustible; sus enemigos tratan de agarrarlo por lo que sea, aunque fuera por un crimen menor (una gran tradición estadunidense). Y aunque sea torciendo la ley, la esencia de lawfare que tanto daño ha hecho a la democracia cuando fue aplicado desde la derecha a varios dirigentes de la izquierda latinoamericana. El mismo caso neoyorquino es un buen ejemplo. Como señalaron algunos juristas, los cargos en él traspasaron los límites de la ley y el debido proceso, ya que la teoría del fiscal fue elaborada individualmente y a modo para Trump y para nadie más. La falsificación de registros comerciales es un delito menor en Nueva York que ya expiró, pero el fiscal la elevó a grave con la intención de cometer otro delito: violación de la ley electoral. Es este enmarcamiento creativo que será la base de la apelación y que ya le dio chance a Trump a presentarse como perseguido político. Pero la única vía de deshacerse realmente de él será derrotarlo rotundamente en las urnas en noviembre y condenarlo, de una vez por todas, a una inexistencia política (y que de allí enfrente sus otros juicios si proceden). Éste sería el más grave castigo que se le podría imponer a Trump.