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Nosotros, las víctimas
V

ivimos el tiempo de las víctimas. Los ultrajados son legión allí donde uno levante la cabeza. Almacenan reproches y agravios, y los apilan uno encima del otro, con tesón y mimo. Desde lo alto de esa montaña de injurias sufridas descargan una furia que a menudo los convierte en verdugos.

Israel está cometiendo un genocidio retransmitido en directo en nombre del derecho a la autodefensa. Ellos son los atacados. Yo soy la víctima, repite Trump, cada vez que es acusado. No le voy a pedir disculpas, ¿cómo voy a pedir disculpas, si yo fui el agredido?, dice Milei, kamikaze de la diplomacia, tras cargar contra el presidente del gobierno español en Madrid.

Es la era del victimismo, estrategia sicológica que ahuyenta culpas, evapora responsabilidades y frena empoderamientos. La víctima siempre tiene una mochila llena de afrentas arrojadizas que hacen imposible el debate. Estamos en el terreno de las emociones, no de las ideas. Empezó él, se defenderá siempre el niño acorralado. Es también una era infantilizada y rencorosa. Al que se muere en domingo deberían meterlo en la cárcel, dice el entrañable verdugo de la película de Berlanga.

No es un fenómeno inocuo. La revista académica Psychology of Violence acaba de publicar un artículo con el elocuente título de El victimismo percibido determina el apoyo a la violencia política interpartidista en Estados Unidos. El trabajo está centrado en los sucesos que siguieron a la derrota de Trump en 2020 y encuentra que, cuanto más fuerte es el rasgo victimista, mayor es la predisposición a justificar y ejercer violencia política.

Europa no es ajena al fenómeno. Mientras la xenófoba AfD crecía en los sondeos alemanes, los ataques racistas, antisemitas y de extrema derecha –nueve al día– crecieron 20 por ciento durante el último año en el país germano. Este ejército de víctimas del mundo moderno va a llenar las urnas de votos de extrema derecha en las elecciones europeas del 9 de junio. Ofendidos del mundo, uníos, claman Meloni, Le Pen, Abascal y compañía. El panorama tras las votaciones puede ser desolador porque no hay muchas cosas peores que un victimista con poder. Las cenizas que dejó el nazismo en el continente son buena prueba. Esta época no está inventando nada, después de todo.

¿De dónde nace ese victimismo que tan bien articulan los fascismos de nuevo cuño? ¿De dónde bebe ese rencor? La base material de la privilegiada vida en el continente lleva años siendo golpeada. Somos la primera generación que va a vivir peor que sus padres, lamentaban los jóvenes en la larga crisis de 2008. Sigue siendo cierto. Los estudios ya no garantizan un empleo digno para toda la vida; acceder a una vivienda en óptimas condiciones es a veces una quimera; tener el dinero suficiente para calentar la casa en invierno, una preocupación. La base industrial sobre la que reposaba el bienestar europeo se evapora ante la competencia amiga estadunidense y el desembarco chino. Las expectativas de vida están cambiando y el futuro ya no es lo que era. ¿De quién es la culpa?

Del capitalismo, por supuesto, responde la izquierda. Con razón. Un sistema maniaco-depresivo (la expresión es de Antón Costas, no precisamente anticapitalista) enfrascado en una suicida huida hacia adelante justo en el momento en que la crisis climática empuja a caminar hacia atrás. La explicación, con todo, quizá no sea suficiente.

De árabes, feministas y ecologistas, clama la extrema derecha, con eficacia. ¿Qué mensaje interesa más al statu quo? ¿Cuál es el que amplifican redes y grandes medios? Un muchacho de 23 años murió apuñalado el pasado fin de semana cerca de Bilbao. Los bulos empezaron a correr: un joven local muerto a mano de menores migrantes no acompañados. Hasta la policía vasca, que no es un derroche de antirracismo, tuvo que salir a aclarar que no era cierto, que los agresores no respondían a ese perfil y que, de hecho, la víctima era de origen extranjero. ¿Llegará esta rectificación a todos los que compartieron el bulo?

El victimismo de nuestros días no tiene apuro en volcar sobre el eslabón más débil su cargamento de ira y frustración. La presencia del Estado y sus mecanismos igualadores se diluye ante una iniciativa privada que exige cada vez más mercados –pensiones, sanidad, etcétera–, pero es más fácil culpar a los migrantes, a los que se acusa de acaparar ayudas sociales y cambiar la idiosincrasia local. De poco sirve recordar que el mermado Estado de bienestar europeo necesita su mano de obra para sostenerse. Al hombre de mediana edad se le mueve el suelo sobre el que camina y se revuelve contra el feminismo, que le puso patas arriba una vida que preveía más cómoda. El coche, ese pasaporte hacia la libertad y la virilidad, es demonizado en nombre de la crisis climática. Nos quieren pobres, castrados y quietos, llora el ofendido. Convertirse en víctima es una estrategia para legitimar la frustración provocada por lo que no es, a menudo, sino una pérdida de privilegios. Una forma de cargar sobre los de abajo, que están peor, las penurias provocadas por los de arriba.