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Vulgaridad
M

añana serán las elecciones, pero hay algo de las campañas electorales que creo vale la pena abordar hoy: el tema de la vulgaridad, es decir, de una cultura –y, por tanto, una forma de hacer política– donde se disculpa todo por ser auténtico o sincero, es decir, la impunidad del impertinente. Es cuando alguien disfraza la crueldad, sea el insulto, la infamia, o la ruindad de yo así lo veo o así soy yo y ya me conocen. En cuanto hace su aparición esa frase –es mi percepción– se da paso a cualquier disparate. Es una carta de descargo que exculpa a quien está a punto de vociferar un insulto o una mentira.

Quien le ha dedicado varios ensayos es el filósofo español Javier Gomá y lo que cuenta es la historia de una degradación cultural notable que comienza cuando los pensadores empiezan a justificar todo a partir de la naturaleza, es decir, a sacar conclusiones éticas de lo que ven en los animales. Así, el verdadero yo, ese ser que se supone existe independientemente de sus conexiones con los demás, son sus inclinaciones naturales, sus instintos, sus pasiones que afloran como su intimidad más verdadera. Eso trae consigo un equívoco: la sinceridad purifica cualquier error de juicio. Ya no media la cultura como una forma de evitar la crueldad, sino que se apropia de ella y, en efecto, todo vale si es expresión de ese yo auténtico.

Uno de sus problemas es cuando la impunidad verbal se lleva al debate público. Son estas mesas de analistas en radio y televisión que se vieron durante las campañas en las que se dijo cualquier disparate amparado en la sinceridad: se llamó dictador al Presidente electo, golpe de Estado a un memorándum, elección de Estado a los derechos sociales constitucionales y muchos adjetivos que empezaban con la palabra narco. Incluso se llamó en televisión abierta a mentir para generar una guerra de inmundicias de la que, se supone, germinarían votos. Todo estuvo amparado en la sinceridad y en la libertad de expresión.

Una de las cosas que nos enseñó el sexenio de corrupción frenética de Enrique Peña Nieto fue que podían ser legales, pero censuradas por la gente. Esa moral pública hizo su aparición con los fraudes al erario de la Estafa maestra, la operación Diamante, la Casa Blanca y, sin duda, con la maniobra de ocultamiento en la desaparición de los 43 de Ayotzinapa. Lo legal, como la sinceridad, no purifica lo inmoral, y no importó que algunos de sus personajes fueran absueltos por los tribunales, la condena se mantuvo y, en algunos casos, se intensificó. Hay libertad de expresión, es decir, la legalidad de comunicar y significar, pero también debió existir la responsabilidad moral de lo que se dijo y escribió. No se trata de ejercer la censura, es decir, tener un aparato de coacción, sino de condenar socialmente la vulgaridad, es decir, la naturalidad de lo que no está mediado por un consenso desde el sentido común sobre lo público. La mentira, la crueldad, la infamia, la ruindad debieron ser deploradas por audiencias, direcciones editoriales, y hasta por anunciantes. Nadie podrá negar que no existió reacción alguna a la legión de falsedades, insultos, bajezas y miseria humanas. Jamás alguno de quienes las profirieron tuvo la responsabilidad moral de disculparse por su barbarie. La brutalidad verbal se naturalizó: así es la política, así son las campañas electorales. No creo que la opinión pública esté de acuerdo con semejante salvajismo.

Escribe Gomá: La conciencia romántica quiso convencernos de que la esencia de nuestra individualidad estriba en la extravagancia (Stuart Mill): soy yo mismo sólo cuando soy especial. Pero cuando, por juzgarse cada uno distinto de los demás, la universalidad humana está por principio excluida, ninguna ejemplaridad cabe. Y justo ese es el caso de la política democrática. Como sugiere Gomá en su recuento: de los personajes públicos esperamos que sean virtuosos, no que sean sinceros. Es decir, hay una necesidad de que sirvan de ejemplo a los demás por su incorruptibilidad o por su valentía o las dos. Pero lo que vimos en las campañas fue la degradación hacia lo que todos podemos hacer: ser nosotros mismos diciendo y haciendo casi cualquier cosa. Rebajar la moral política hasta el grado de significar que todos son iguales y, por eso, votar por el más simpático, como si fuera un reality show. Sobre esto, Gomá es fulminante cuando muestra que la virtud pública pone un parámetro de servir de ejemplo a otros, que es difícil de alcanzar porque implica una inferioridad moral para los que son corruptos, mentirosos, o simplemente crueles y vulgares. Escribe: “Rodearte de personas virtuosas genera gran cantidad de problemas. Por eso resulta más cómodo, más reconfortante y más tranquilizador contemplar en nuestro entorno ejemplos de conductas vulgares. ¿Por qué tienen tanto éxito los realities shows? Porque el espectáculo de esa mediocridad moral, (como) la corrupción de los políticos, queda parcialmente compensado por cierta sensación de autocomplacencia: son unos golfos, murmuramos con desprecio como quien mira el mundo a sus pies”.

Hay vidas y libertades ejemplares o condenables, y cada quien es responsable de la que elige. El problema con lo público y la política es que sirve de modelo para ser imitado por los demás. ¿No nos convendría como sociedad escoger la ejemplaridad y no la autenticidad? Lo pregunto pensando en que muy probablemente pasado mañana no nos acordemos ya de todo lo que se aseguró sin siquiera pestañear.