na tarde (debió ser a comienzos de los 80) Carlos Monsiváis dijo en tono de justificación, de hazme el favor lo que andan diciendo: ¿Que yo tengo poder cultural? ¿Cuál? Nadie me hace caso cuando recomiendo a alguien, a nadie le dan un premio a causa mía
. Yo todavía era medio menso y le creí: el poder cultural debía estar en otra parte, no en el populachero cronista del México naco y el movilizado, el que marchaba con la izquierda y por la justicia social, sin cargos visibles ni becas institucionales. Ahora que nos aproximamos al primer cuarto del siglo XXI, no sólo es conocida la huella de Monsiváis en la cultura nacional, sino también en la evolución de un poder cultural amplio y, quien dijera, íntimamente ligado al régimen actual.
El poder cultural como lo conocemos hoy, con su raíz en los literatos, se gesta a principios del siglo XX, cuando la Revolución desplaza y casi sepulta a la élite modernista, el positivismo de Gabino Barreda, Justo Sierra y los científicos
del porfiriato. Más que el Ateneo de la Juventud, importa lo que devinieron José Vasconcelos, cuyo poder cultural dio para abrir las puertas al muralismo y considerar a los Clásicos el mejor material de lectura para el pueblo ahora alfabetizado; Alfonso Reyes, el gurú apacible; Martín Luis Guzman, el prosista brillante, el editor, el oportunista, el senador, auténtico pez en el agua del PRI. Diputados y senadores del PRI serán Carlos Pellicer, Jaime Sabines, Andrés Henestrosa. Decían que el poeta Sabines era el único que tenía permitido quedarse dormido durante el ritual de los informes presidenciales. Desde los 40, Jaime Torres Bodet fue canciller, dos veces secretario de Educación y dirigió la Unesco. José Gorostiza y Rodolfo Usigli pertenecían al cuerpo diplomático; después lo harían Octavio Paz y Carlos Fuentes.
Hacia la segunda mitad del siglo XX, los cotos de influencia tienen su centro en el Estado. Comunistas y socialistas lo combaten y a la vez desarrollan promiscuidades bajo coartadas cardenistas, de cuando el nacionalismo popular se había impuesto como doctrina artística, aunque Vicente Lombardo Toledano saliera mal de su polémica con los Contemporáneos por cortesía de Jorge Cuesta. La derecha católica desconfiaba de los escritores, las ideas, el laicismo, los muralistas que comen niños y cualquier cosa con tufo a cultura.
Editores de libros y revistas iniciaron una nueva etapa en los 60. Surgieron las atrevidas y rentables editoriales Joaquín Mortiz, Siglo XXI, ERA; el Fondo de Cultura Económica adquirió un protagonismo canónico; la Universidad Nacional Autónoma de México creó figuras, alimentó el Colegio Nacional, la Academia de la Lengua, los colegios científicos, e imprimió miles de libros que proverbialmente se quedaron en sus bodegas. Aún así, Jaime García Terrés, yerno del rector Ignacio Chávez, hace de la Revista de la Universidad, la mejor publicación del periodo, ya no producto de un grupo o una generación
( Contemporáneos, Taller), sino de una convocatoria amplia y transgeneracional.
También creció el número de lectores mexicanos de literatura, historia, ciencias sociales y divulgación científica. Recibieron el boom latinoamericano de primera mano. En tanto, el crecimiento de la contracultura y la onda subterránea desafió al poder político, tan paternalista y autoritario por entonces, y el de la cultura oficial, ejercido durante el diazordacismo por Agustín Yáñez, Mauricio Magdaleno, Leopoldo Zea, el citado Guzmán y otros que por piedad olvido.
La conmoción de 1968 resultó en una colisión del Estado con la cultura viva, fuera de las momias del régimen, y a pesar de la brillante Olimpiada Cultural o el poder arquitectónico, político y cultural de Pedro Ramírez Vázquez. Los 70 estuvieron marcados por la reconcialiación
con la intelectualidad del Estado que se quiso lavar la cara y las manos ensangrentadas. En un aliviane simultáneo a la masacre del Jueves de Corpus y la aniquilación de los movimientos armados, llenó de intelectuales aviones y auditorios, promovió un nuevo cine
y después del golpe en Chile se volvió más allendista que Salvador Allende. El infaltable Fernando Benítez, Ricardo Garibay, Carlos Fuentes y otros se sumaron al cortejo con diversos tonos y distancias críticas
.
En 1972, el gobierno se quitó de encima al rector Pablo González Casanova y sus proyectos de ampliación educativa para establecer la dinastía de rectores que desde Guillermo Soberón, el otro yerno de Ignacio Chávez, medio siglo después todavía gobierna la UNAM. Hay ahí todo un espacio de poder cultural al que fueron leales grandes mentes mexicanas como Rubén Bonifaz Nuño y Miguel León Portilla. El escultor Sebastián, promovido por el dudoso gusto de Soberón, pasó de adornar Ciudad Universitaria a decorarle plazas, logos y glorietas al gobierno.
A mediados de esa década, dos sucesos cambiaron las coordenadas del poder cultural: la expulsión de Julio Scherer García de Excélsior y el retorno definitivo de Octavio Paz, dando fin a su peregrinaje europeo y asiático, en parte como diplomático y también creando la amplia red de relaciones públicas con la intelectualidad de Occidente, que le permitiría ser el primero en librar la barrera del nopal
que nos hacía sentir tan provincianos. (Continuará).