La trata sexual existe porque hay demanda. Y hablar de la demanda implica, forzosamente, hablar de la persona que paga por sexo, el cliente-explotador, abusador, prostituyente, putañero o putero. Miles de hombres pagan por sexo: con mujeres, con niñas, con niños, con otros hombres.
De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), 6.3 millones de personas se encuentran hoy en una situación de explotación sexual forzada. Una cuarta parte, 1.7 millones, son niñas y niños. Del total, se sabe que entre el 98% y el 99.4% de las víctimas de trata con fines de explotación sexual son del sexo femenino: mujeres y niñas (si bien el número víctimas masculinas puede estar subregistrado). A la par, casi el 100% de los clientes-explotadores son varones.
No se trata únicamente del pederasta clínico, del violador serial, del “depravado”, o “sicópata”. También –y mayoritariamente– de lo que podríamos denominar “hombres comunes y corrientes”. Al clasificar a los consumidores de la prostitución, la Fondation Scelles concluye que se trata de: “monsieur tout le monde”, cualquier persona: casados, solteros, de cualquier edad, origen y estrato socioeconómico, independientemente de su educación, profesión u oficio.
El cliente-explotador no distingue –ni le interesa hacerlo– entre una víctima de trata y quien ejerce la prostitución de manera voluntaria. Aun cuando no solicite expresamente personas que se encuentren forzadas, suele exigir siempre algo nuevo, distinto, exótico o más joven: “las exigencias de los clientes son cada vez mayores: quieres cada vez más, y algo distinto, y que haya variedad; por eso, es bueno que siempre nos traigan algo nuevo” (testimonio de un putero).
Existen diversos testimonios de víctimas que han pedido ayuda a los clientes para salir de la explotación. La respuesta suele ser “no es mi problema”, “no puedo hacer nada”, “arréglatelas como puedas”. Ello se torna aún más indignante cuando el cliente-abusador es servidor público, como refiere una víctima: “En una ocasión, a uno de los clientes –que era policía– le dije que me ayudara, que estaba ahí secuestrada. Él dijo: “Yo te pagué por un servicio, no para que me contaras tus problemas”. Al final, a esta víctima le dieron una golpiza, por abrir la boca de más. Otra víctima refiere: “No hay cosa peor que ir a presentar denuncia y ver que el funcionario a cargo es cliente del prostíbulo donde estabas siendo explotada”.
La Ley de Trata castiga a quien “a sabiendas de su situación de trata” solicite servicios sexuales de una persona. Aunque de ordinario la víctima no lo exprese con palabras, su cuerpo lo expresa a gritos: “Su vagina estaba hinchada e irritada”; “estaba agotada, pero la agencia la obligaba a trabajar todo el tiempo”; “no hablaba el idioma y se le veía muy distante y sin interés”; “todo lo que hacía era quejarse”; “claramente no quería estar ahí…”; “claramente consume drogas”; “ella realmente detesta este trabajo”; “estaba fría y distante”, etc. Los indicadores son tan evidentes, que la situación de explotación no puede ser ignorada: lesiones, hematomas, violencia física o sexual, miedo, repulsión, ansiedad…
Otros signos pueden dar indicio de la situación de control que viven, evidenciando así la condición de trata: “el administrador cerraba con cerrojo la puerta del establecimiento”; “el guardia de seguridad estaba esperando afuera del cuarto”.
La explotación sexual puede desarrollarse en distintos ámbitos: en la prostitución (callejera, en prostíbulos, tras la fachada de salas de masajes o agencias de acompañamiento), la pornografía, el exhibicionismo –sea en un table dance o frente a una cámara–, etc. Sí, también en los “teibols” hay trata. Cuando una persona va a “echarse una cerveza” –esa que se cobra con sobreprecio, porque abarca el “espectáculo visual”– está contribuyendo a la trata de personas. Porque el “gancho” para atraer clientes al establecimiento son “ellas”: muchas veces, mujeres en situación de vulnerabilidad, con muchas deudas por pagar y algunas bocas que alimentar. Porque son engañadas y les ofrecen el oro y el moro, y luego les arrebatan la mayor parte de sus ganancias, para pagar esas deudas que se han generado de manera abusiva y arbitraria. Claro, a veces ellas conservan una parte del dinero; de ese modo, tanto sus proxenetas como las autoridades pueden decir que no hay explotación, que están obteniendo un ingreso. Pero, con bastante frecuencia, son víctimas… Bien dice el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés) que la explotación de la prostitución “se da cuando el dinero ganado mediante la prostitución llega a manos de cualquier persona que no sea la que se prostituye; es intrínsecamente abusiva y análoga a la esclavitud”. Y el hecho de que algunas de ellas “libremente” hubieran aceptado la explotación, tampoco excluye el delito, como señala el Art. 40 de la Ley.
Dentro de las formas de explotación sexual, quizá la más extendida es la pornografía. No me refiero a la de hace 50 años –que hoy vemos en los libros de texto o en la televisión en horario familiar– sino a las formas actuales: imágenes de abuso sexual real, de violación; videos no consentidos, donde la víctima claramente opone resistencia y, a pesar de ello, es ultrajada y violentada de mil maneras. Me refiero también al material producido con víctimas de trata, explotadas en la prostitución. Pienso en Karla, una niña de 14 años, que fue raptada, violada y filmada; los videos terminaron en PornHub, y algunos se acercaban al millón de visualizaciones. Cada vez que alguien ve ese video, la plataforma le paga a los violadores. La pornografía no sólo cosifica; también promueve la violencia. Sí, la demanda propicia la explotación.
Urge, como país, implementar medidas para desincentivar la demanda, como exigen los tratados internacionales. Pero la responsabilidad no es sólo del Estado, sino de cada uno. Y tú, ¿no serás también responsable de la trata de personas? •