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Recibían a trans con violaciones tumultuarias en sótanos de Tlaxcoaque
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▲ Aspecto de los separos ubicados en el sótano de la extinta División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia, adonde trasladaban a las mujeres trans detenidas en redadas durante los años 70 y 80.Foto José Carlo González
 
Periódico La Jornada
Miércoles 12 de julio de 2023, p. 15

La llamada policía secreta del antiguo Distrito Federal realizaba redadas en los años 70 y 80 para levantar en las calles a mujeres trans y llevarlas a los separos de la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD) en los sótanos de Tlaxcoaque. Algunas ejercían el trabajo sexual. Otras eran jóvenes que simplemente empezaban a manifestar su identidad.

Después de las razias, las julias bajaban por la rampa que lleva al estacionamiento subterráneo de la entonces DIPD. Antes de remitir a las detenidas, las llevaban al fondo más oscuro. Ahí, a modo de recibimiento, las sometían a violaciones tumultuarias. Era la rutina, especie de antesala de la pesadilla que les esperaba una vez que atravesaran la puerta metálica que llevaba al área de registro y al interminable laberinto de salas de tortura, pasillos y celdas bajo tierra.

Son decenas de personas transgénero (al nacer les asignaron el género masculino, pero se identifican y viven como mujeres) las que han acudido a las sesiones testimoniales con los abogados del Mecanismo para el Esclarecimiento Histórico. En este proceso se perfiló un dato que no se esperaba: fueron ellas, las trans, las que se cuentan en mayor número entre las miles de personas que pasaron por Tlaxcoaque, víctimas de la represión contrainsurgente, la persecución de las disidencias de los movimientos populares, estudiantiles o contracultu-ras juveniles.

En lo que se ha llamado las violencias invisibles del Estado, fuerzas policiales castigaron, abusaron y atropellaron a población LGBT, niños de la calle, trabajadoras sexuales, mendigos e incluso vendedores ambulantes y farderas. Pero sobre todo, y con especial saña, a las trans. Junto con el trabajo de recopilación de testimonios para la verdad y el esclarecimiento, han presentado sus demandas de hechos en el búnker de la Fiscalía General y desde hace dos años reciben acompañamiento sicológico. Al menos formalmente, el expediente está abierto y la averiguación judicial está en marcha.

Tres mujeres de la tercera edad comparten con La Jornada sus testimonios sobre la naturaleza criminal de la policía capitalina en los 70. Siempre acuden elegantemente ataviadas y maquilladas a las citas.

Gaby Elliot, La Piolina

A Gaby Elliot –el nombre legal que adoptó después de su transición es Gabriela María Estrada– la llevaron por primera vez a Tlaxcoaque cuando tenía 15 años. En mi primera caída estuve un mes y 15 días. Me sacaron, duré afuera un día y volví a caer. Pasé casi todos los años de mi adolescencia en cárceles, desde el Tribunal de Menores hasta Lecumberri.

Su vida en la calle empezó a los 10. Fue víctima de prostitución infantil. Le llamaban La Piolina. En su relato coincide con las demás: luego de la violación tumultuaria por parte de los policías, que aseguraban que así los volverían a hacer hombrecitos, seguían los días de reclusión llenos de violencia, vejámenes y aislamiento. Cuando ya iban a quedar libres, refieren que de noche las llevaban a la glorieta de La Diana, las forzaban a desnudarse y meterse a las fuentes y las golpeaban. Terminaban con las manos destrozadas, porque sus torturadores se empeñaban en darles macanazos en los genitales y ellas se cubrían. Así hasta que lograban huir. Hasta su siguiente captura.

Las cárceles, las torturas y las humillaciones me volvieron más fuerte; me obligaron a ser una dama, aunque hice la calle, fui cabaretera y viví de noche. No me avergüenzo de nada. Cuando logró salir del círculo del trabajo sexual, entró a trabajar, como su madre, en las cocinas del Hospital General. Ahí logró pensionarse. Tiene 66 años.

En su lucha por visibilizar la dignidad de la población trans se considera pionera, junto con sus amigas. Y lo hacemos para que las nuevas chicas no pasen por lo que sufrimos. También por las muchas compañeras que murieron ahí o las desaparecieron.

Antonella y el casco de cristal

Ya para 1980, Antonella Rubens (registrada como Catalina Paz después de su transición) era una vedette muy conocida y cotizada. Su fino rostro salía en las portadas de la farándula. Tenía un contrato para una sesión de modelaje para el programa In the radio, que se grababa en el Hotel Continental. Pero en la víspera del gran evento la policía capitalina la detuvo, sin motivo, y la encerró en Tlaxcoaque.

De todas las vejaciones sufridas, la que recuerda con mayor amargura y herida fue la pérdida de su cabellera. Yo no me rapé. Me lo hizo el gobierno de México y no tenía ningún derecho a hacerlo.

Esa no fue su primera ni su última caída en los sótanos de la DIPD. “Conocí ese infierno de Tlaxcoaque cuando era estudiante y no sabía nada ni tenía idea de lo que era ser una vestida. Lo único que hacía es que me dejaba mi pelito medio largo. Ese primer encierro me desgració la vida. Mi familia me corrió de la casa. ‘Te lo buscaste’, me dijeron”.

El resto de su juventud, entre su trabajo en las esquinas y sus éxitos en los centros nocturnos, la vivió con el acoso de patrulleros y madrinas, redadas, y entradas y salidas de ese sitio de pesadilla.

Esa existencia se fue quedando atrás con los años. En la Asociación Nacional de Actores consiguió una plaza de secretaria, que desempeña hasta la fecha. Lo que nunca se quedó atrás fue el miedo a ser violentada por ser quien es y el terror al estigma. Antonella nunca le dijo a nadie, mucho menos a una institución del Estado, que había nacido varón. Fue en el marco de las actividades del Mecanismo de Esclarecimiento Histórico cuando pudo, al fin, contar su verdad.

Emma Yessica Dovalí, sola contra el sistema

Siempre con sombreros y tacones altísimos, el maquillaje de Emma Yessica Dovalí define el rostro que ella decide tener. Con su ingreso a Tlaxcoaque en 1978, cuando ya había decidido no quitarse jamás la ropa de mujer que la hacía sentir plena, “pagué la factura que me cobró el sistema patriarcal por ser una destructora de lo impuesto.

Fuimos borrachas y putas. Y somos abuelas, sostenemos a nuestras familias. Somos grandes señoras porque desafiamos y superamos un sistema y una religión hetero-norma que dictaba que nosotros no merecíamos algo digno en nuestras vidas.

Es originaria del barrio de La Marranera, en la Magdalena Mixhuca, hija de la casa chica de su padre, expulsada de la secundaria por mis fachas y por ser, según ellos, un muchacho problema.

Tenía 17 años cuando una tarde estaba con unas amigas, también trans y gays, platicando en una esquina, cuando llegó la patrulla de la DIPD. “Uno me preguntó: ¿Eres hombre o mujer? Como no contesté, me detuvo. Nos levantaron a todas. Y apenas bajando la rampa del subterráneo de Tlaxcoaque, en el estacionamiento, empezaron las violaciones. Y siguieron ya en las galeras, porque nos encerraban durante días con presos violadores. Ahí adentro, aunque no quieras, te vuelves contestataria.

Calcula que estuvo un mes en Tlaxcoaque. Y salió porque abogó por ella una sobrina de su padre, que era amante de un policía judicial a quien llamaban El Dráculo.

Para Emma, el mayor crimen que se cometió contra la comunidad trans fue el habernos cortado las alas, habernos quitado la oportunidad de ser ciudadanas plenas. Lo dice en todos los foros que se le abren: Nos decían que sólo éramos buenas para la ficha, y no. Para hacer justicia frente a esto no bastan las disculpas públicas, las mesas de trabajo, el poner una vez más nuestras historias en papel. La única forma de medio resarcirnos es la reparación del daño.