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Crisis migratoria
Con mentiras, personal del INM complica a los extranjeros su travesía por el país

Los convencen de abordar camiones que en vez del norte los llevan al sur

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▲ Agentes de Migración y del grupo Beta dialogan con migrantes en Tapachula, Chiapas.Foto Víctor Camacho
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▲ Más de 2 mil migrantes, entre ellos haitianos, venezolanos y cubanos, acampan en el Bosque de Tláhuac, frente al albergue que construyó el Gobierno de la Ciudad de México, que sólo tiene capacidad para 180 personas.Foto Alfredo Domínguez
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▲ Migrantes aprovechan la poca vigilancia de elementos del INM y de la Guardia Nacional en los márgenes del río Suchiate, en la frontera con Guatemala, para ingresar a México.Foto Víctor Camacho
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Periódico La Jornada
Domingo 14 de mayo de 2023, p. 4

Tapachula, Chis., La instrucción, presentada en la conferencia matutina presidencial como tarjeta informativa del Instituto Nacional de Migración (INM) fue terminante: También ordenó a todas las oficinas de migración en todos los estados, (de aquí en adelante letras rojas) no otorgar formatos múltiples migratorios, ni otro que autorice el tránsito por el país.

Por esta razón resulta inexplicable que, quizá dando forma a una táctica dilatoria (que busca, en esencia, retrasar el arribo al norte de los que tarde o temprano llegarán), empleados del INM mientan a los migrantes diciéndoles que sí habrá permisos para atravesar México sin ser molestados.

Dos jóvenes empleadas del INM –detrás de las vallas, que estamos trabajando– atienden a los migrantes que, pese a ser sábado, se acercan al sitio donde hasta el jueves había largas filas de mujeres, hombres y muchos, muchos niños, para recibir los ansiados permisos, un tesoro para quien ha llegado hasta aquí con muchos sufrimientos y espera tener en México un trato mejor que en otros países. O por lo menos no ser extorsionado o asaltado en cada tramo del viaje.

Las dos agentes migratorias mezclan verdades con mentiras con la mano en la cintura.

Entre las verdades, dicen que la oficina provisional aquí está cerrada y no tiene fecha de reapertura, que ni se formen porque solamente padecerán las niñas y niños que vienen con ellos, que habrá un transporte para llevarlos a otro lugar.

Una mujer hondureña quiere saber adónde los llevarán.

–¿No es al sur otra vez, verdad?

–No, es en seguimiento, más adelante– miente la agente del INM.

Explica que irán a un lugar llamado México Nuevo o bien a otro que nombran Bonanza. No les informa, claro, que se trata simplemente de retenes en la carretera (puntos de rescate humanitario, dice el eufemismo oficial).

Otra mujer, proveniente de Venezuela, pregunta:

–¿Y allá dan el documento?

Viene entonces la mentira mayor:

–¿El documento? Sí.

Los rostros de la mitad de los migrantes que escuchan la promesa remiten a la vieja canción de Víctor Manuel San José: Vienen del sur, del este, del oeste,/con la mirada esquiva del que sabe/ y porque sabe desconfía./ Sólo tienen sus manos,/ y con ellas se enganchan a la vida.

Aferrarse a la mentira

Pero otros, cansados, maltrechos y sin dinero, se aferran a la mentira.

Así que cuando llega una de las camionetas con vidrios enrejados y las siglas de la Secretaría de Gobernación, hay empujones para subir.

La camioneta arranca y muy pronto los migrantes se percatan de la primera mentira. Los llevan hacia el sur, al retén Bonanza, que está a 12 kilómetros del punto fronterizo Talismán.

Bajan de la camioneta y los acomodan bajo una carpa cuadrada donde ya hay otros migrantes. A lo largo de varias horas, conviven ahí venezolanos, ecuatorianos, un par de familias afganas, dos o tres centroamericanos desbalagados y hasta un fotógrafo sudanés que presume tener un registro gráfico del viaje desde Ecuador hasta México, incluyendo El Darién.

El personal del INM colecta los documentos de los recién llegados y comienza un lento, amargo proceso de registro, en papel porque los agentes no tienen computadoras, ni cámaras, ni nada. Ah, la migración segura, ordenada y regular, esa vieja consigna que se topa con la realidad.

Los agentes del INM son acompañados por personal de la Guardia Nacional que debe estar atento a sus requerimientos y que, de cuando en cuando, acompaña la revisión de algún vehículo (llama la atención que una las camionetas de una línea de transporte público, con distintivos rojos, nunca es revisada).

Bueno, no, algo tienen. Reparten una bolsa a cada migrante: un Boing, un agua, un sobre de atún, otro de galletas saladas y uno más de dulces. El lunch –quizá lo único que comerán los migrantes en todo el día– es tomado de un montón en el piso. Pega el sol, 34 grados y nadie se preocupa de poner el agua a la sombra.

Un padre afgano quiere cambiar el pañal de su bebé. De mala gana, el agente mexicano lo manda detrás de la carpa, ahí, en un montón de tierra. Un oficial de la GN se percata de la situación, va por el padre y le ofrece un espacio, una mesa para el cambio de pañal, bajo su carpa.

Al lado de los muchachos de Francisco Garduño, la verdad, los guardias nacionales parecen religiosos scalabrinianos.

Poco a poco, la carpa se vacía, sólo para volver a llenarse. Los que viajan con niños tienen prioridad y los suben primero. Atrás quedan –a saber por qué, pues un gruñido es respuesta si se pregunta algo– los hombres que viajan solos.

José Guillén, de Maturín, Venezuela, está aquí desde ayer. Cuenta que entrada la noche los subieron a un autobús y los llevaron a la frontera con Guatemala. Que los bajaron a gritos y les dijeron: ¡Ya váyanse!

Regresó por la mañana y aquí está de nuevo, desesperado: Ya no sé qué hacer. Cuando salí de El Darién estuve cuatro días con fiebre y vómito. Y ahora esto.

Se ha resistido a entregar su cédula de identidad, pero luego de unas horas se rinde y se sienta a esperar, resignado.

A su lado, una muchacha ecuatoriana jura que ayer una amiga suya, que se subió en un camión dispuesto por el INM, sí llegó a Tuxtla Gutiérrez y está allá esperando su permiso.

La ecuatoriana y el venezolano, tal vez a falta de algo más que hacer, se enfrascan en una discusión absurda:

–Mi país está peor– dice ella.

–¿Cómo crees? ¿En cuánto está el salario mínimo?”– refuta él.

–En 450 (dólares mensuales), pero te asaltan, te matan, ese presidente que tenemos ha hecho creer que todo está bien.

El venezolano no puede creer lo que oye, pues en su país el mínimo anda por los seis dólares.

–Está peor en el mío.

–No, en el mío.

La discusión se apaga cuando llegan dos autobuses más, vacíos, para llevar migrantes con destino a alguna parte que no sea la frontera norte.