Número 185 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
Turismo Rural
Diana Hernández Codero / Archivo LJC

El gran despojo patrimonial de jóvenes y mujeres rurales

Gabriela Torres-Mazuera CIESAS

Delfy López aún recuerda la última asamblea ejidal en 2015 cuando se acordó el cambio de destino o parcelamiento legal de una amplia extensión de tierras de uso común en su ejido, localizado a pocos km de Mérida.1 La reunión fue a puertas cerradas y solo los ejidatarios pudieron participar. Ese día su papá, ejidatario de 67 años, llegó borracho y fue cuando decidió irse a vivir con su “querida” a otra casa. Semanas antes, los ejidatarios habían recibido dinero como adelanto a la venta, lo cual fue de gran beneficio económico para los expendios de cerveza locales. El día de la firma del acta de asamblea que otorgaba la tierra parcelada a un grupo de empresarios, (incorporados al ejido en calidad de posesionarios,) y que por medio del “cambio de destino” se hacían de las tierras de uso común, en el pueblo hubo un gran jolgorio patrocinado por empresarios y ejidatarios que se sintieron ricos por un día. Las ventas de tierras en este ejido de Yucatán, ocurridas entre 2005 y 2018 y la entrada de dinero para los ejidatarios, pocas veces fueron percibidas de manera positiva por la decendencia, esposas y concubinas de los ejidatarios. En contadas familias, la venta de tierras fue una decisión colectiva; más bien los ejidatarios decidieron la venta de “sus parcelas” o tierras de uso común sin mayores consultas a familiares cercanos.

La Ley Agraria instauró una concepción de la tierra ejidal como bien inmueble, la cual ha ido permeando en los ejidos del país. A partir de la regularización de las parcelas ejidales, que desde 1992 pueden ser enajenadas, así como la expedición de certificados agrarios, ya sea de derechos parcelarios o que establecen el porcentaje de tierra de uso común que le corresponde a cada titular, muchos ejidatarios se sienten dueños absolutos de las tierras y declaran que solo ellos son quienes deciden sobre éstas.1 Esta concepción supone un cambio sustancial respecto al modelo de familia agraria y la justificación originaria de la propiedad ejidal y comunal que rigió por décadas. Recordemos que hasta 1992 la tierra ejidal se concebía como patrimonio fundamental, piedra angular de la economía familiar campesina basada en la agricultura (Arias, 2009).

La nueva concepción de la tierra como bien raíz compartida por hombres y mujeres rurales tiende a convertirse en hegemónica en ciertas regiones y núcleos agrarios. Los mercados de tierras legales e ilegales prosperan ahí donde la tierra tiene valor para distintos tipos de proyectos productivos o para el crecimiento urbano. Ejidatarios enajenan o arriendan sus derechos parcelarios, ceden sus derechos sobre las tierras de uso común, o en asamblea deciden los cambios de destino de éstas, que luego, en muchos casos, pasan a dominio pleno. En todas estas transacciones las mujeres y familias han tenido poco margen legal para participar en las decisiones y beneficiarse de éstas. En efecto, sólo para la enajenación de parcelas ejidales, única transferencia de derechos agrarios cabalmente reglamentada en la Ley Agraria, se considera el “derecho al tanto” para las esposas e hijos de los ejidatarios. Esto es, el derecho para adquirir, en igualdad de circunstancias, respecto a cualquier tercero, la parte indivisa de un bien que se pretende vender. En la práctica y en contextos familiares de fuerte dominación patriarcal, este derecho supone muy poca protección al patrimonio familiar, en la medida en que en raramente esposas o hijos e hijas poseen el capital económico propio para adquirir la parcela. El derecho al tanto suele ser un mero trámite para la venta de tierras.

El despojo del patrimonio familiar de mujeres y jóvenes rurales es un proceso implacable e invisibilizado que sucede en los núcleos agrarios del país. Es la continuación, injustificada, del modelo patriarcal de familia que estableció una distinción entre las actividades productivas y las reproductivas de los hogares, y trazó una diferenciación jerarquizada entre los integrantes del hogar al reconocer a un solo “jefe de familia”, el hombre de la casa, con derechos exclusivos a la tierra y la subordinación de las mujeres cónyuges, así como a los hijos e hijas. Este modelo es injusto y resulta anacrónico frente las realidades actuales del campo mexicano.

Hasta la fecha, la cuestión agraria en México ha carecido de un enfoque sistemático para la igualdad de género y equidad intergeneracional que asegure la tierra como patrimonio familiar y comunitario para las futuras generaciones. Los deberes y cuidados que las mujeres procuran cotidiana e incesantemente carecen de una contraparte en términos de derechos agrarios y protección patrimonial. Este aspecto se agrava en un contexto en que los mercados de tierras ejidales se han dinamizado, derivado de un aumento de proyectos de inversión, muchos de los cuales son de carácter extractivista.•